La (pírrica) victoria propagandística que se han anotado los palestinos con el Mundial de Qatar

14/Dic/2022

Revista El Medio- por Jonathan S. Tobin (JNS)

Revista El Medio- por Jonathan S. Tobin (JNS)

“La capacidad de los palestinos para sacar tajada de la Copa del Mundo se debe en gran medida a la sede del torneo, un pequeño país rico en petróleo radicado en el Golfo Pérsico que también resulta ser el principal financiador del extremismo islamista en todo el mundo, y un aliado tanto de Irán como de Hamás.”

Aunque sólo una minoría de los estadounidenses sigue de cerca el campeonato mundial de fútbol, como cada cuatro años, el resto del planeta se vuelve loco con él. Y, como siempre ocurre en los acontecimientos deportivos internacionales en los que el nacionalismo se mezcla con la pasión que sienten los aficionados por sus equipos favoritos, en Qatar está habiendo momentos desagradables. En uno de ellos, los palestinos son protagonistas.

El apoyo expresado a su causa durante los campeonatos cuatrienales de lo que en todas partes se denomina «fútbol» excepto en Estados Unidos se está interpretando ampliamente como una prueba de la enorme brecha existente entre la opinión pública y las políticas gubernamentales en el mundo árabe.

Esto no deshace los Acuerdos de Abraham, por los que Emiratos y Baréin normalizaron sus relaciones con Israel, ni que condujeran a acuerdos similares entre el Estado judío y Marruecos y Sudán. Otros Gobiernos árabes, como los de Egipto y Jordania, que ya tenían en vigor acuerdos de paz con Jerusalén, consideran a Israel un aliado contra Irán, el país que realmente les preocupa. Y los hay que no han seguido formalmente el ejemplo pero aprueban tácitamente los Acuerdos, como el de Arabia Saudí, que permite a los aviones israelíes sobrevolar su espacio aéreo y mantiene estrechos lazos de seguridad con Jerusalén. Mientras tanto, el comercio y el turismo entre los países del Golfo e Israel están floreciendo.

Todo esto habría sido inimaginable hace unos años. Pero, gracias a la valentía y la habilidad diplomática mostradas por Benjamin Netanyahu (pasado y futuro primer ministro de Israel) como por la Administración del expresidente de Estados Unidos Donald Trump, la atmósfera política en Oriente Medio ha cambiado.

Ahora bien, las noticias que llegan desde Doha sobre el acoso a turistas y periodistas deportivos israelíes en medio del entusiasmo generalizado por los palestinos no pueden descartarse como insignificantes. Aunque es cierto que el proceso de normalización es lento y tardará muchos años en completarse, quienes piensan que el sentimiento antiisraelí en Oriente Medio se limita ahora a Ramala, Gaza y Teherán ignoran una verdad básica sobre la cultura árabe y musulmana.

Puede que los Gobiernos árabes y musulmanes hayan abrazado el realismo y el interés propio  en su afán por dejar de ser rehenes de la intransigencia palestina y de reconocer que Israel es su aliado natural, no un enemigo. Pero la opinión pública, incluso en algunos de los países que mantienen relaciones plenas con Israel, sigue viendo al Estado judío a través de la lente distorsionada de su guerra centenaria contra el sionismo.

La influencia y hostilidad de la llamada «calle árabe» es a menudo exagerada por quienes desean debilitar la alianza entre Jerusalén y Washington. Pero la oleada de gestos propalestinos está siendo impulsada por un espíritu de intolerancia y antisemitismo palmario que se refleja en la prensa internacional y en las Naciones Unidas. La disposición de tanta gente a identificarse con la guerra palestina contra la existencia del único Estado judío del planeta demuestra que, lejos de ser una fuerza agotada, el odio a Israel sigue profundamente arraigado en la mentalidad árabe y musulmana.

La capacidad de los palestinos para sacar tajada de la Copa del Mundo se debe en gran medida a la sede del torneo, un pequeño país rico en petróleo radicado en el Golfo Pérsico que también resulta ser el principal financiador del extremismo islamista en todo el mundo, y un aliado tanto de Irán como de Hamás. En 2010, el pequeño reino utilizó su enorme riqueza para, sobornando y engañando, obtener el derecho a organizar el que posiblemente sea el acontecimiento deportivo más seguido del mundo.

Para ello, consiguió que la FIFA, el ente internacional que gobierna el fútbol, trasladara al otoño el acontecimiento, que habitualmente se celebra en verano, debido a que en aquella época del año el calor del desierto es algo menos intenso. También construyó siete enormes estadios climatizados y muchas otras estructuras. Durante las obras, unos 6.500 trabajadores inmigrantes –que son poco más que sirvientes contratados, un escalón por encima de los esclavos– murieron mientras trabajaban a pleno sol.

Además, como ha señalado Ben Cohen, el Gobierno de Qatar hizo todo lo posible para impedir que los asistentes expresaran su apoyo al pueblo iraní, inmerso en protestas contra su despótico régimen islamista. También presionó a la FIFA para que prohibiera que los jugadores lucieran brazaletes que simbolizaran simpatía o apoyo a los derechos de los homosexuales.

Pero ni Qatar ni la FIFA tuvieron ningún problema con el uso de emblemas con la bandera palestina por parte de los jugadores marroquíes, el llamado «equipo Cenicienta», la gran sorpresa del torneo. Como es la primera vez que un equipo de un país árabe o africano llega tan lejos en un Mundial (por el momento, semifinales), se trata de un gran motivo de orgullo para la región.

Por eso, el hecho de que el equipo ondeara banderas palestinas en las celebraciones de sus victoria es una noticia de gran alcance. A The New York Times y otros medios les ha encantado darla –e informar de otros incidentes relacionados– como prueba de que los árabes y los musulmanes siguen apoyando el nacionalismo palestino, que, como todo el mundo sabe en Oriente Medio (y casi todo el mundo en la América progresista), está inextricablemente ligado a la guerra contra el sionismo y el odio a Israel.

A menudo se considera fútil la rutina de ataques a Israel en las Naciones Unidas, así como la forma realmente peligrosa en que los palestinos y sus aliados antisemitas en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU han tratado de utilizar indebidamente el Derecho internacional para atacar y aislar al Estado judío. Se nos dice que esos empeños no reflejan la realidad de un nuevo Oriente Medio en el que los Estados árabes han dejado atrás sus antiguas políticas de confrontación con Israel.

Aunque esto es cierto en el caso de los reyes, emires y demás autócratas árabes que han relegado la cultura del odio –y abandonado la pretensión de que Israel, y no Irán o los terroristas islamistas, es el principal enemigo–, no todos los pueblos que gobiernan tienen la misma actitud. Un ejemplo de ello es Marruecos, que durante mucho tiempo disfrutó de estrechas relaciones informales con Israel y que, a cambio de la promesa estadounidense de reconocer la ocupación por Rabat de una región adyacente previamente gobernada por España [el Sáhara Occidental], también se adhirió a los Acuerdos de Abraham.

Al contrario de lo que suele decirse, que el deporte une a las personas para que abracen la paz y la coexistencia, esta Copa del Mundo ha provocado no sólo un aumento del sentimiento propalestino –por parte de los marroquíes, por ejemplo–, sino una avalancha de animadversión árabe-musulmana hacia Israel. Esto no significa que Israel no haya hecho enormes avances en la ruptura de la barrera que árabes, musulmanes y sus aliados antisemitas habían erigido. Pero es malo para la causa de la paz.

Peor aún, es terrible para los árabes palestinos, desesperadamente necesitados de ayuda para superar su adicción a una guerra imposible de ganar contra Israel, que tanto sufrimiento les está causando.