Sobre el amor a Dios y los integrismos

13/Sep/2010

Lincoln Maiztegui, El Observador

Sobre el amor a Dios y los integrismos

OPINIÓN
Sobre el amor a Dios y los integrismos
Y, sin embargo, el mundo de hoy se ve otra vez sumergido en la vorágine de la intransigencia religiosa
POR LINCOLN R. MAIZTEGUI CASAS
Los seres humanos nos enfrentamos, desde que el mundo existe, al dilema tremendo de la muerte. Aceptamos su realidad porque no hay otro remedio, pero el hecho de no existir, la conciencia de la nada, es un doloroso clavo que horada el corazón y la inteligencia. De él surge una división que, simplificando tal vez en demasía, divide a las personas en dos grandes grupos; aquellos que creen en formas de pervivencia situadas más allá de esa muerte, a la que se reduce a la categoría de mero tránsito, y los que están persuadidos de que todo termina, para el individuo al menos, cuando dejan de funcionar los signos vitales. Entre los primeros se encuentran los fieles de las tres grandes religiones monoteístas: el judaísmo, el cristianismo y el islam. No son las únicas comunidades que confían en la trascendencia más allá de la muerte, pero sí son las que reúnen más feligreses y, por ello, las más importantes. Las tres tienen fe (y esa fe presenta aspectos racionales, pero los trasciende; en definitiva, es una convicción basada en los sentimientos más que en la razón) en la existencia de una entidad creadora, a la que se le llama Dios, la que regula la existencia humana estableciendo reglas morales que, de ser cumplidas, aseguran una sobrevida venturosa más allá del silencio del sepulcro. De manera que esa vida eterna en la que se confía como auténtico sentido de ésta, no se regala, sino que aparece como reconocimiento de una conducta acorde a esa moral. No hay diferencias esenciales en este plano: virtudes tales como la solidaridad, la benevolencia con los débiles, la rebeldía frente a las injusticias, el perdón de las ofensas recibidas y la primacía del amor sobre el odio son comunes a todas las concepciones deístas, así como también lo son la condena al materialismo, al hedonismo como objetivo central de la existencia, al egoísmo, a la crueldad y a toda forma de odio. De todo esto habría que inferir que la religión, como fuerza moral, como sendero a través del cual millones de personas orientan la propia aventura vital, es, o debería ser, un sitio de entendimiento y comprensión, una forma de lograr que este mundo en el que vivimos sea más pacífico, más armónico, más bello y, por qué no, más racional. La historia, esa aguafiestas, demuestra que a lo largo de miles de años, los hechos se ha apartado sustancialmente de esa idealidad. Porque también los creyentes son susceptibles de ser clasificados en dos grandes conglomerados: los que creen ciegamente que las propias convicciones constituyen la única verdad, y que todos los demás encarnan fuerzas disolventes que deben ser destruidas, y los que, aun desde la fe más acendrada, aceptan que quienes siguen otras rutas para llegar a Dios son hermanos en una fe esencial, a los que se puede intentar convencer, pero a los que hay que respetar y amar. La supremacía transitoria de los primeros está en la base de la intolerancia y el fanatismo de signo religioso, que debe ser el más atroz de todos los fanatismos, porque es el más irracional. Nada parece más sensato, ni más acorde a los principios morales que defienden todas las concepciones trascendentes, que sentir una fuerte ligazón espiritual con quien, incluso desde otras tiendas, comparte con uno la fe en un Dios creador, infinitamente bueno, sabio y misericordioso. Y, sin embargo, el mundo de hoy se ve otra vez sumergido en la vorágine de la intransigencia religiosa. El fanatismo integrista, que alienta como una helada sombra en el fondo de todas las concepciones totalizadoras, está lejos de haber sido derrotado, pese a su carácter esencialmente opuesto a la razón y, lo que es peor, a los propios preceptos que dice sostener. Y así, en nombre del único Dios en el que todos deberían encontrarse, y que se define como infinitamente misericordioso, se matan inocentes, se cometen los actos más inicuos de violencia, se lapida hasta la muerte a supuestos pecadores o se queman libros sagrados. Y si no se hace, se sostiene, desde algunas facciones, que debería hacerse. Cuánto más sencillo y más lógico sería cumplir la máxima esencial de todas las religiones: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo. De todos los hechos irracionales de la realidad actual, el desconocimiento de esta verdad elemental debe ser el más flagrante.