Scholem Aleijem, la risa es la mejor medicina

14/May/2019

Por Julio Serrano (cuadernoshispanoamericanos.com)

Scholem Aleijem, la risa es la mejor medicina

Uruguay le rindió
homenaje en el año 2017, poniendo en escena una de sus obras literarias “El
Violinista en el Tejado”, acercando el Shtetl (la aldea rusa) a un público que
aplaudió de pie cada una de las presentaciones.
El seudónimo escogido por Scholem Yakov Rabinowitz no podía
ser más indicativo de su personalidad. El escritor, nacido en Ucrania en 1859,
ingresó en la historia de la literatura como Scholem Aleijem, el clásico saludo
judaico cuya significación literal es «paz con vosotros», pero que se usa de
forma coloquial con una mayor ligereza que vendría a equivaler al «¿Qué tal?,
¿cómo le va?». Es, por tanto, un nombre que propicia la amable conversación de
lo cotidiano, que saluda a los suyos, y también una bienaventuranza. Y es que
de lo común y de lo divino va a tratar el mundo literario de este escritor
interesado por la vida cotidiana de la clase baja judía bajo el yugo zarista,
en especial, en los shtétl («poblado»), un mundo que desapareció parcialmente
con la Revolución de Octubre del 17 y definitivamente con la Shoá.
Si de algo podemos hacer responsable a Scholem Aleijem (1859-1916),
además de hacernos pasar un buen rato con su sentido del humor típicamente
judío, es de convertir lo que de manera despectiva se consideraba la jerga
judía de Europa central y oriental, el yidis, en una lengua literaria. Aunque
escribió sus primeras obras en ruso y en hebreo —la lengua elegida por las
élites ilustradas—, a partir de 1883 optó por el yidis, rico idioma con más de
mil años de existencia, pero despreciado por los intelectuales de la época por
ser la lengua del pueblo. Hasta que en 1978 se concediera el Premio Nobel a
Isaac Bashevis Singer no puede decirse que la literatura en yidis haya
despertado gran interés fuera de sus fronteras lingüísticas. Oralmente, era el
idioma de la gente llana y su literatura, o al menos gran parte de ella, tenía
un propósito didáctico: el de acercar a aquellos que no frecuentaban la
literatura en hebreo, como los proletarios o las mujeres de zonas rurales
—incultas en su mayoría—, a un cierto grado de conocimiento que se consideraba
necesario para un buen judío. Recordemos que si de algo se avergüenza el judío
es de la ignorancia. Por tanto, no era el idioma que respetase la
intelligentsia.
Pero Alheijem quería hablar con el pueblo y para el pueblo.
A partir de 1883, produjo más de cuarenta volúmenes de novelas, cuentos y obras
de teatro en yidis, y fue considerado, con Méndele Moijer Sforim e Itsjok
Léibush Péretz, uno de los tres grandes clásicos de la moderna literatura judía
en esta lengua, aunque, a diferencia de ellos, su tono es menos psicológico o mordaz
que humorístico. Además de esta abundante producción, que incluye célebres
títulos como Menajem Mendel (1892) o Tevie, el lechero (1894) —adaptado al cine
en 1971 como El violinista en el tejado—, también utilizó su fortuna personal
para apoyar a escritores en esta lengua. Esta apuesta con la que contribuyó a
perfeccionar y enriquecer el yidis lo llevó, por cierto, a la ruina, aunque en
su descalabro económico no menos relevante fue una especulación de la bolsa de
valores en 1980.
Una constante de su obra: el humor. Ante la ruina, los
sinsabores, la enfermedad o la tristeza, optó siempre por el chiste como la
mejor medicina. «Sholem Aleijem enseñó al pueblo judío a reírse, lo embrujaba
con su lengua —decía el crítico Baal Majshoves, y añadía—: Un pueblo totalmente
sumergido en un mar de contradicciones, al leerlo, podía ponerse por un momento
fuera de sí mismo y reírse de sus propias desgracias como si fuesen ajenas…».
Como contrapeso a las dificultades de la vida que describió —la vida de los
judíos en la Europa oriental de mediados del siglo xix que no tenía nada de
fácil—, usó un estilo o una actitud que ha sido calificada de «sonrisa a través
de las lágrimas». Baste como ejemplo este convincente aperitivo: «Disfruta y
alégrate, porque aun así la vas a palmar». A través de los fundamentales,
aunque ridículos, problemas del hombre en su vida cotidiana asistimos al
retrato tragicómico de una época. En su testamento indicó cómo quería ser
recordado: «Que mi nombre sea mencionado con una sonrisa, o que no sea
recordado».
Sobre uno de sus libros: “El sastre embrujado”
Pese al acentuado sabor local de El sastre embrujado, su
lectura es muy próxima. Las quijotescas aventuras del charlatán Shimen-Eli, un
sastre de remiendos del pueblo de Villaladrón, pequeña comunidad rural de la
Rusia zarista, nos son cercanas. Versado, a su manera, en el Talmud, va
profiriendo citas sin orden ni concierto, tergiversadas de un modo cómico y
cargadas de ironía. Es la historia de un buen hombre que vive una vida mísera,
pero que, acorde con su filosofía, cuanto más pobre uno es, con más optimismo
hay que responder. Sus sinsabores cotidianos, relatados desde la distancia del
que no se identifica del todo consigo mismo (como si la vida fuese un préstamo
al que no hay que aferrarse excesivamente), reflejan la aceptación de la dureza
de la vida. Nos dice: «Muy a tu pesar, vivir te va a tocar», por tanto, no hay
espacio para la complacencia, sólo para la acción encaminada a la
supervivencia. Este rasgo, nos afirma José Andrés Alonso de la Fuente, es
propio del humor judío, el cual «se caracteriza, en primer lugar, por adoptar
siempre la postura del que observa los hechos desde fuera, como si éstos le
resultasen ajenos, y, en segundo lugar, por aprovechar ese vínculo irónico y
paradójico que muy a menudo existe entre la lógica y el lenguaje».
La sabiduría popular, con su lógica aplastante, parodia los
conceptos más elevados que pueblan de forma caótica la mente del parcialmente
instruido Shimen-Eli, que tienen un contraste muy divertido en los diálogos con
su mujer, Chipe-Baile-Raise, quien representa la realidad más apegada a la
tierra. Podríamos ver en ella una suerte de Sancho Panza —es, además, una mujer
fuerte, de armas tomar— a la que los versículos del marido no le merman un ápice
ni la necesidad cotidiana ni el hambre. («Míralo, ya estamos otra vez a vueltas
con el versículo —rugió la mujer—. Estamos hablando de la cabra y tú me sales
con el versículo»). A este dúo de personajes hay que sumarle las peripecias con
una cabra que hace del relato un cómico enredo que trasciende lo local y
circunstancial para ofrecernos unos personajes con una rica dimensión humana.
Es el retrato del hombre sencillo y trabajador, que no
abandona el optimismo ni la esperanza, pese a sus desabridas circunstancias, y
que sueña con planes de bienestar y mejora. Personaje próximo al de Tevie, el
lechero o incluso al de Menajem Mendel, quien, a través de la correspondencia
con su esposa, nos relata sus aventuras. Las cartas entre los esposos Mendel
son un buen documento del sentido del humor yidis: incisivo a la par de cándido
y espiritual. Finalmente, el libro, envuelto en un ropaje de sencillez y
bondadosa ingenuidad, acaba por hablarnos de la tradición, de religión, de la
rebelión contra la injusticia o de la desigualdad. «¿Le costaría mucho a Dios
—pensaba Shimen-Elie— hacer que todos los trabajadores pudieran salir al campo,
aunque fuera una sola vez por semana, a tomar un poco de aire y sol en este su
hermoso mundo?».
El llamado «maestro de la risa judía» conoció los golpes de
la vida, como se intuye con claridad en su obra y describe en sus inconclusas
memorias tituladas Funem Yorid (Regreso de la feria). Especialmente traumático
fue el pogromo antijudío a raíz de la primera Revolución rusa de 1905 en Kiev,
donde vivía con su familia, que lo obligó a un peregrinaje por ciudades
europeas. Fue en ese momento cuando decidió escribir su epitafio. Tras muchos
periplos, emigró de forma definitiva a Estados Unidos en 1914 y falleció en
Nueva York en 1916, a los cincuenta y siete años, donde había recibido una
cálida acogida. Tanto es así que su testamento fue publicado en el New York
Times y leído en el pleno del Congreso de Estados Unidos. Las crónicas de la
época señalan que al conocerse la noticia de su fallecimiento obreros y
operarios judíos dejaron de trabajar ese día con el fin de acompañar los restos
del escritor al cementerio de Brooklyn, en el que se contaron cientos de miles
de asistentes. Una despedida así conmueve por el agradecimiento de tantos hacia
un autor que propicia la sonrisa en la adversidad.