Respirar para pintar

04/Dic/2015

El País Cultural- por Mercedes Estramil

Respirar para pintar

Contra la barbarie del Holocausto, y oliendo la muerte que se acercaba, una notable artista logró dejar un legado plástico que Foenkinos homenajea con precisión y emoción.
EL RÉGIMEN nazi y el propio Hitler, que había sido un pintor sin suerte en su juventud, tenían particular opinión sobre el arte moderno —representado por figuras como Chagall, Kandinsky, Munch o Klee—, al que calificaban de “degenerado”. Entraban en ese concepto obras abstractas, surrealistas, expresionistas, blasfemas, no figurativas, y en general todo lo que no siguiera el canon de la belleza clásica y la exaltación del heroísmo y los valores tradicionales. O simplemente, las obras que estuvieran firmadas por judíos o comunistas. En 1937 el nazismo levantó en Múnich una exhibición de “arte degenerado”, cuidadosamente armada para generar hacia ella el desprecio del pueblo alemán. Obras quemadas, artistas perseguidos y luego capturados y enviados a campos de concentración o exterminio fueron los pasos siguientes. El número de pintores asesinados en el Holocausto no es menor. Muchos fueron obligados a producir obras para el régimen, sobre todo retratos. Otros se las ingeniaron para trabajar en secreto y preservar de la destrucción sus dibujos y pinturas, la mayoría ilustradores del cautiverio. Algunos, aún en libertad, pero una libertad amenazada y a término, agotaron su creatividad a pasos de gigante, tratando de redondear una obra antes de que el tiempo del horror los alcanzara. Fue el caso de Charlotte Salomon, gaseada en Auschwitz a los veintiséis años.
David Foenkinos (París, 1974) es un escritor exitoso y “bienpensante”, autor de novelas frescas y optimistas (La delicadeza, 2009, arrasó con público y premios) que años atrás se topa en París con una exposición sobre Charlotte Salomon y queda obsesionado con su pintura y su biografía. En cuanta entrevista le hacen declara que fue un “flechazo emocional y estético” o un “amor a primera vista” o algo por el estilo, y que se propuso escribir sobre ella aunque no igualara con ese tema el éxito de otros libros suyos. Le lleva ocho años, durante los cuales no deja de publicar, reunir el material necesario para escribir Charlotte. Viaja a los lugares donde ella vivió (excepto a los campos de exterminio), se entrevista con descendientes de gente que la conoció, y termina escribiendo una novela biográfica que respira la misma lentitud que su obra previa, pero despliega un universo trágico y oscuro difícil de iluminar. Vale aclarar que esta no es la primera novela biográfica de Foenkinos. Antes estuvo Lennon (2010, con traducción de César Aira, nada menos), sobre el beatle más famoso, contada en primera persona como un compilado de confesionales sesiones terapéuticas (ver El País Cultural, 11/4/2014).
GENES OCULTOS
Por herencia, la vida de Charlotte Salomon no vino bien aspectada. Una larga lista de suicidios familiares (bisabuelos, tíos abuelos y la tía materna de la que tomó el nombre) se coronó cuando su madre, Franziska, intentó matarse tomando más opio de lo aconsejable y lo concretó saltando al vacío desde una ventana. En el relato familiar de su padre, un cirujano adicto al trabajo, y de sus abuelos, la tía se ahogó accidentalmente, la madre murió de gripe, etc. La segunda esposa de su padre, una cantante judía llamada Paula Lindberg, no fue secundada en la idea de contarle la verdad, y Charlotte recién se da de frente con los obituarios verdaderos tras la muerte de su abuela materna, que primero intenta ahorcarse y luego elige ventana, igual que Franziska. Ahí es su abuelo, de una manera brusca y explicitando además un perfil incestuoso, quien le cuenta la verdad. El momento de esa revelación es una bisagra imponente: están refugiados en Villefranche-sur-Mer, pero poco después ambos son llevados al campo de Gurs. Entre ese año, 1940, y 1943, Charlotte va a crear su obra, en su mayor parte centenares de acuarelas donde escribe su propia historia, sus amores, sus desgracias. En ese punto se la ha podido comparar, salvando las distancias, con la figura de la mexicana Frida Kahlo.
Lo primero para reconocerle a Foenkinos, que con esta novela duplicó el éxito de las anteriores, es su intuición para elegir un personaje silenciado y darle estatura y visibilidad. Charlotte y su obra salieron del olvido, al menos por un significativo cuarto de hora. Lo segundo es el modo singular en que la escribe, con frases cortas colocadas con apariencia de versificación. El recurso no es nuevo y ya sea en verso libre o rimado abundan los ejemplos: Evgueni Onéguin de Aleksandr Pushkin, Oscuro bosque oscuro de Jorge Volpi, varias novelas de la australiana Dorothy Potter, El cumpleaños de Juan Ángel de Mario Benedetti y más recientemente El gran surubí del argentino Pedro Mairal, escrita en sonetos.
En el caso de Foenkinos esa estrategia narrativa obliga a leer con otro detenimiento, impone una cadencia que hace bien a una historia con fondo elegíaco, muy subrayada emocionalmente y con amplia presencia del autor, que emite juicios sobre lo que narra, relata su periplo como investigador y cuenta las razones para haber escrito el libro de esta manera y no de otra. Pero sobre todo, que sabe, cual biógrafo omnisciente, lo que su biografiada y nunca conocida “heroína” piensa, siente, elucubra, desea. Esto es notorio en el renglón sentimental. Charlotte Salomon tuvo dos historias fuertes: una con el profesor de canto Alfred Wolfsohn, a quien retrató de memoria en forma reiterada y obsesiva; otra con un refugiado austríaco con el que se casa y del que queda embarazada. Aun habiendo sido tan discretas (por el ocultamiento que imponía la condición judía de todos ellos) estas historias aparecen minuciosamente recreadas, develadas en su intimidad y ficcionalizadas como en cualquier novela.
Cabe pensar que de la base mínima de información obtenible y de la interpretación de la pintura de Charlotte, Foenkinos se echó a volar, y voló y voló. Hay que decir, sin embargo, que el resultado no provoca indiferencia, además de generar paralelismos entre la forma de crear del biógrafo novelista y la pintora autobiográfica.
BELLAS ARTES
En los dos años más fructíferos de su vida en el exilio francés, entre la prisión en Gurs, de donde pudo salir, y los campos de Drancy y Auschwitz de donde no volvió, Charlotte compuso ¿Vida? ¿o teatro? (Leben? oder Theater?), una serie de alrededor de ochocientas pinturas sobre papel, hechas con colores brillantes y primarios e ilustradas con extensos textos explicativos y sugerencias musicales, dando cuenta de su infancia berlinesa, su pasión por Wolfsohn, su concepción del arte, los descubiertos suicidios familiares, etc.
Charlotte está embarazada en 1943, cuando la matan en el mismo campo donde a otros pintores judíos (Félix Nussbaum, Adolphe Féder, Jacques Gotko), y pese a su corta vida y al acotado tiempo de creación que tuvo, no fue una pintora más. En la escuela de Bellas Artes de Berlín controlada por los nazis, es una de las pocas judías admitidas a cursar y la única en ganar el Primer Premio del concurso anual en 1938 con una obra que para obtener el galardón debió delegar en una compañera “aria”. Varias personas hicieron posible el interregno de respiración que necesitó para pintar, y otras se hicieron cargo de su legado impidiendo que se perdiera o destruyera. Su padre y su madrastra, sobrevivientes, lo donaron al Museo Judío de Ámsterdam en 1971. Pero quien primero lo recibió fue un tal Moridis, médico en Villefranche-sur-Mer, que la había tratado y le había aconsejado pintar. Charlotte le entregó una pequeña maleta y le dijo: “es toda mi vida”. Llegó hasta hoy.
CHARLOTTE, de David Foenkinos. Alfaguara, 2015. Buenos Aires, 208 págs. Trad. de María T. Gallego Urrutia y Amaya García. Distribuye Penguin Random House.