Raoul Wallenberg, el prisionero Nº 7

06/Sep/2010

Luciano Alvarez, El País

Raoul Wallenberg, el prisionero Nº 7

CRÓNICAS DE LUZ Y SOMBRAS
Raoul Wallenberg, el prisionero Nº 7
Luciano Álvarez
El 9 julio de 1944 Raoul Wallenberg llegó a la embajada sueca en Budapest con la misión de salvar el mayor número posible de judíos destinados a los campos de la muerte.
Hungría, país aliado de Alemania, había sido hasta ese año un lugar relativamente seguro para los judíos. Así lo recordó Ladislao Loewinger, un sobreviviente: “Las presiones […] comenzaron de a poco en Hungría: […] no conseguíamos permisos para trabajar, no podíamos frecuentar lugares públicos, fuimos excluidos social y laboralmente”.
Cuando el gobierno de Miklós Horthy dio señales de flaquear en su alianza, los alemanes ocuparon el país; llegó Adolf Eichmann e impuso el uso obligatorio de la estrella de David amarilla y, con fatal eficiencia, comenzó el envío de cuatro trenes diarios con destino a Auschwitz. Entre el 14 de mayo y el 8 de julio entre unos 600 mil hombres, mujeres y niños fueron deportados. En julio de 1944 sólo quedaban 200.000 judíos en la capital.
El gobierno húngaro sabía que el fin de la guerra era inexorable y no tenía interés en quedar implicado en “la solución final”, pero apenas logró hacer más lento el flujo de condenados.
Pocos hubiesen imaginado que Raoul Wallenberg, un joven aristócrata de apenas treinta y un años, que había desarrollado una notable carrera en el mundo del comercio, pudiera ser el hombre indicado para aquella misión imposible. La metodología, si es que así pueden llamarse los desesperados intentos por salvar vidas, ya había sido puesta en marcha: en primer lugar se usó una idea de Per Anger, de la embajada sueca: los “Schutz-Pass”, o “pasaportes protectores”. En ese plan trabajaron los suecos Lars Berg y Carl Ivan Danielsson, el español Ángel Sanz-Briz y su adjunto Giorgio Perlasca, el suizo Carl Lutz, el nuncio Angelo Rona y otros diplomáticos que expedían pasaportes provisionales de ciudadanía de sus respectivos países para los judíos.
Mientras tanto, Friedrich Born, Valdemar Langlet y su esposa Nina, delegados del Comité Internacional de la Cruz Roja, alquilaban edificios para ser utilizados como escondites para judíos.
Raoul Wallenberg agregó una fuerte personalidad y una gran capacidad organizativa a esas acciones. Llegó a emplear a 340 personas; otras 700 vivían en la legación sueca; también obtuvo treinta “casas suecas” para amparar judíos, disimuladas como bibliotecas o centros culturales.
Luego movió cielo y tierra: se reunió con Eichmann, sedujo mujeres de las altas esferas para obtener apoyo e información, sobornó, negoció, persuadió, halagó y hasta amenazó.
Por precaución, dormía cada noche en un lugar diferente, pero durante el día se le encontraba recorriendo Budapest salvando vidas. Seguía las caravanas de deportados a pie, llevando alimentos, abrigo, listas de nombres y pasaportes y se aparecía en los andenes de la estación procurando salvar gente de los vagones. Así lo recordó otro sobreviviente, Tomás Keretesz. Tenía 16 años, había obtenido un “Schutz-Pass”, pero estaba a punto de ser embarcado cuando Wallenberg apareció en la estación y logró rescatarlo, lo llevó a la embajada y lo integró a la red de quienes entregaban pasaportes.
También logró armar una red de aliados como Pál Szalai, un oficial de alto rango en la fuerza de policía que había pertenecido a las organizaciones nazis.
En enero de 1945 Budapest fue bombardeada por rusos, norteamericanos e ingleses. En medio del caos, los judíos estaban confinados en dos ghettos. El gobierno y la mayoría del cuerpo diplomático abandonaron la ciudad, salvo Wallenberg y algunos otros. Eichmann, que se había ido en diciembre, dejo órdenes expresas de asesinar al resto de los judíos húngaros. Entonces Pál Szalai se entrevistó con August Schmidthuber, comandante de las tropas alemanas en Hungría y le entregó una nota firmada por Wallenberg diciéndole que si no evitaba la matanza, se aseguraría, personalmente, que se le ahorcara como criminal de guerra.
Cuando los rusos entraron en Budapest, había 97.000 judíos vivos en los ghettos y varias decenas de miles más escondidos; eran la única comunidad numerosa de judíos que quedaba en Europa.
El 13 de enero de 1945, Raoul Wallenberg esperó a los soldados soviéticos en la puerta de la legación. En correcto ruso le comunicó a un oficial quién era y su cargo. Luego recorrió los refugios por última vez. Cinco días más tarde, junto a su chofer Vilmos Langfelder se dispuso a recorrer los 190 kilómetros que separan Budapest de Debrecen, donde se había instalado el gobierno provisional y la comandancia soviética. Nunca más se supo de ellos.
La familia de Wallenberg trató de encontrarlo. Los soviéticos le dijeron que lo habían asesinado los nazis húngaros, más tarde aceptaron que había sido detenido, por razones nunca explicadas. Alexandra Kollontai, embajadora soviética en Estocolmo, les dijo que estaba en buenas manos, que no tenían por qué preocuparse, y advirtió que no era conveniente iniciar un escándalo diplomático.
En 1957, el canciller Gromyko redactó un memorando en el que informaba que Wallenberg había muerto en 1947, en Lubyanka, el cuartel general de la KGB, en Moscú; su cadáver había sido cremado y los testigos ya habían muerto. Caída la URSS, se formó la comisión ruso-sueca para investigar los archivos del sistema carcelario: encontraron cien documentos referidos a su encarcelamiento, pero el misterio de su detención siguió abierto. El 22 de diciembre de 2009 el gobierno ruso declaró que Wallenberg y Langfelder fueron “arrestados ilegalmente y privados de su libertad por razones políticas”, aunque nunca fueron acusados de ningún cargo en particular. En marzo de 2010 nuevos documentos informaban que “con gran probabilidad” Raoul Wallenberg había sido el “Prisionero Nº 7” en la prisión de Lubyanka.
Parece una historia de película, dirá alguien, sin embargo sólo la realidad puede proporcionarnos algo tan extraño y original, es decir extravagante, según la Real Academia, y “la extravagancia es un privilegio de la realidad”, no de la ficción, decía Bussy-Rabutin (1618 – 1693).