Primer viaje de una goy a Tierra Santa PARTE 4 Y FINAL

06/Dic/2010

Israel

Primer viaje de una goy a Tierra Santa PARTE 4 Y FINAL

MI PRIVADO ISRAEL TEL AVIV: MUCHO MÁS OCCIDENTE QUE ORIENTE
Por Mónica Bottero
La llegada a Tel Aviv, último punto de este viaje de 13 directoras y un director de revistas más o menos femeninas de América Latina, resultó un impacto.
Las aguas del Mar Muerto y los aires del desierto de Judea en su maravillosa altura de Massada (no tengo espacio ni creo que Uds. Paciencia para referirme a esta última experiencia, pero Google y Wikipedia pueden contarles muchas cosas al respecto) nos habían dado el arrullo perfecto para el viaje entre esa zona, al sudeste de Israel, y el extremo occidental donde están Tel Aviv y Jaffa o Jaffo (hoy la zona antigua aledaña y ciudad predecesora). Por tanto, al abrir los ojos, la sensación de haber viajado unos 2.100 años en alrededor de cien quilómetros resultó muy gráfica: estábamos en una especie de barrio artístico-intelectual de los años 10 del 2000, en una plaza llena de gente con look alternativo o de diseño, que entraba a un gran galpón en cuyo interior sin duda había una movida interesante.
Nosotros también iríamos hacia allí, porque esa es la sede del grupo Mayumaná, cuyo espectáculo “Momentum” veríamos unos minutos después.
Personalmente no tenía idea de la existencia de Mayumaná, aunque debería haberla tenido. Es un grupo artístico que ofrece espectáculos de música, habilidad y destreza física mezclados con humor, cuyas raíces pueden buscarse en el legendario Stomp neoyorquino y en el canadiense pero mundial Cirque du Soleil. Sin embargo, Mayumaná no se parece a ninguno de ellos sino a sí mismo. Su nombre en hebreo significa, justamente, “habilidad”, “destreza”, fue fundado en Tel Aviv en 1996 y hoy cuenta con cien miembros –entre artistas y técnicos- provenientes de 32 países. Tienen un espectáculo siempre en su sede central cerca del puerto de Jaffo, otro en Nueva York y otro en gira permanente por Europa y América Latina. (De hecho, en setiembre estuvo en Buenos Aires adonde los volví a ver para compartirlo con mi esposo músico y donde comprobaría la globalidad de su humor y de su arte).
Disfrutamos desde la primera fila sin poder cerrar la boca por el asombro ante lo que hace esa gente y sin que el cansancio del maratónico día de aquella maratónica gira israelí se hiciera notar.
La jornada terminó con una cena en el restaurante “Magenda”, que podría recordar a una vieja y coqueta cantina de estudiada rusticidad en la porteña Palermo, donde conversamos con la editora principal de la revista “Ishá” (“Mujer”), la de mayor circulación en Israel, Orna Nener, y una de sus editoras –que se nos explicó que hablaba español- Anat Bar-Lev, (otra vez) uruguaya, por lo demás.
LA NUEVA YORK DEL MEDIO ORIENTE. Resultaría pobre y a la vez infinito describir a Tel Aviv, porque en realidad se trata de una ciudad que acaba de cumplir oficialmente cien años de fundada y se encamina a empatarse con cualquiera de sus vecinas europeas en el Mar Mediterráneo. Una gran zona de edificios altísimos y vidriados (me hizo pensar que esta gente no espera ataques aéreos ni misiles en el área en las próximas décadas, porque son construcciones recientes y muchas están en vías de finalizarse), grandes avenidas, enormes shoppings, discotecas, restaurantes de diseño, múltiples hoteles a lo largo de la amplia zona de playas (son unos 14 quilómetros de arenas blancas sobre el Mediterráneo), teatros, una enorme y ampliamente prestigiosa universidad, un barrio enteramente de arquitectura Bauhaus que es la joya de la ciudad, museos de todo tipo (hay 16 oficiales y 40 galerías privadas) y variada agenda de festivales (gastronómicos, de música, de cine, de verano, de otoño, de primavera, de la comunidad gay, de la amistad árabe-israelí, etc.). Por eso no exagera quien diga que es la Nueva York del Medio Oriente, aunque sin duda con fuerte impronta del viejo continente: por poner un ejemplo, el puerto de Jaffo es el más antiguo del mundo, con mil años de uso. Allí, como ya comprobamos tantas veces, otra vez no hay historia chica.
Existe evidencia de que Jaffo tuvo habitantes hace al menos cuatro mil años. Del lugar se habla en el Antiguo Testamento (Salomón utilizó su puerto para traer por allí el cedro para su templo, y parece que Pedro resucitó a una mujer, Tabhita). Por supuesto que en la Edad Media fue puerto de los cruzados y que los mamelucos lo destruyeron y quedó abandonado unos 600 años. A fines del siglo XIX, con épocas más mansas de dominio turco, los europeos llegaron por Jaffo para instalar sus templos y conventos en Tierra Santa y los judíos que tímidamente comenzaron a regresar a la tierra prometida lo hicieron por allí.
En 1906 un grupo de 60 familias judías decidió instalarse un poco más allá de la vieja Jaffo y fundar su propia comunidad a la que, después de unos años de discusiones, se pusieron de acuerdo en llamar Tel (“ruina antigua”) Aviv (“estación de florecimiento y renovación”), la primera ciudad hebrea. Poco después de la creación del Estado, Tel Aviv y Jaffo fueron unificadas y a fines de los ’60 sus puertos fueron cerrados para embarcaciones de gran calado y convertidos en deportivos o de yates. Por tanto, si bien Tel Aviv es la nueva y la moderna, en Israel al fin, uno disfruta de esa otra zona antigua cercana al mar sin dejar mucho la ciudad. Y como en tantas otras ciudades costeras del mundo, la vieja Jaffo ha reciclado los galpones del puerto para ofrecer desde allí restaurantes de variada oferta, centros comerciales y un montón de locales de diseño y cafés esparcidos por sus empedradas callecitas.
MR. WEIZMANN. Una de las visitas más destacadas de la estancia en Tel Aviv fue al Instituto Científico Weizmann, del que solemos recibir noticias en Uruguay pero conocemos poco. Mucho menos conocemos del señor que le dio su nombre. Chaim Weizmann fue, entre otras cosas, el primer presidente del Estado de Israel, pero el instituto no debe su nombre a un político sino a un reconocido científico que vivió en Londres gran parte de su vida, fue íntimo amigo de Winston Churchill (con quien compartían las ideas sionistas), de Albert Einstein (a quien también se le propuso la primera Presidencia de Israel pero finalmente no aceptó) y creador de la brigada judía que entró en combate desde Inglaterra en la II Guerra Mundial (uno de cuyos integrantes era su propio hijo Michael, que perdió la vida luchando como piloto).
El Instituto Weizmann es hoy un enorme y moderno complejo construido a unos 20 quilómetros al sur de Tel Aviv que integran 95 edificios en los que trabajan unos 2.600 investigadores y personal de administración. Cuenta con un presupuesto anual de 175 millones de dólares, pero además lleva adelante la empresa Yeda, que se encarga de ver cómo aplica y comercializa los hallazgos en ciencias básicas del instituto. Éstos no han sido pocos. Se han logrado medicamentos para mejorar la calidad de vida de los pacientes con esclerosis múltiple a partir de descubrimientos del Weizmann, se ha llegado al procedimiento de la amniocentesis a partir de desarrollos básicos de este lugar y se encontró la base física para que los cajeros automáticos reconozcan las tarjetas de crédito (explicado todo en forma bastante gruesa, pongamos), también aquí. De hecho, la profesora Ada Yonath, investigadora del Instituto, ganó en 2009 el Premio Nobel de Química junto a otros dos científicos, y no es la primera.
El ex presidente Tabaré Vázquez fue investigador becado en el área de oncología del instituto en los años ’80.
EL TRAMO FINAL. Con el agotamiento de un paseo que nos llevó y nos trajo varias veces entre varios milenios en lapsos de pocas horas y recorridos de 20 o 30 quilómetros, el resto del tramo final en Tel Aviv se repartió en la visita al puerto de Jaffo, los locales de diseño de los barrios cercanos, incluso a la principal escuela de diseño (“Shenkar”), al tradicional mercado de especias, pescados, frutas y cereales de Carmel. También hubo una cena en un restaurante árabe, donde una experta en música latinoamericana que hablaba español (otra vez, uruguaya), Rosalía Jefetz, expuso acerca de la fuerte influencia de la música de nuestras regiones con la israelí, en especial a partir de los años ’70, cuando el brasileño Jorge Ben prácticamente se instaló por allá. Así vimos videos de la exquisita “Aguas de marzo” de Tom Jobim cantada en hebreo, del “Mediterráneo” de Serrat y de un dúo de “Gracias a la vida” de Violeta Parra, cantada en hebreo y español por una artista judía y Mercedes Sosa, respectivamente, en el Auditorio de la Filarmónica de Israel.
Pero a esa altura ya era imposible seguir absorbiendo tanta historia, tanta antropología, tanta Biblia, tanta sociología. Lo más importante, por lo demás, estaba hecho: la idea era mostrar que además del drama humano y político de sumamente compleja resolución que existe allí, también Israel, un país construido entre la polémica y el tesón, y como consecuencia inmediata del horror del Holocausto y menos inmediata de la reconquista de una tierra que el pueblo judío siempre consideró suya, tiene una vida propia que trasciende el conflicto.
No me pidió que escribiera sobre eso el embajador el día aquel en que durante un almuerzo sin ceremonia en un restaurante de la costa de Pocitos me invitó a visitar su país. Una vez que estuve allí decidí hacerlo. Aquí termina el largo cuento.
La experiencia corporal del Mar Muerto
EMBARRARSE Y FLOTAR
Nuestro primer destino al dejar Jerusalén fueron algunos lugares a orillas del Mar Muerto. Para alcanzar la zona tuvimos que desplazarnos a través de Cisjordania y atravesar territorios administrados por Israel con seguridad israelí; territorios administrados por la Autoridad Palestina con seguridad israelí, y territorios administrados por la Autoridad Palestina con seguridad palestina. Uno no se da demasiado cuenta de eso, probablemente sí los habitantes de este complejo país. Pero el que delataba esas fronteras invisibles era mi celular, que iba con roaming, y en determinada altura de la ruta decía: “Claro le da la bienvenida a Jordania”, y a los pocos minutos “Claro le da la bienvenida a Israel”, y al ratito “Claro le da la bienvenida a Jordania”. Se ve que las antenas están entrenadísimas, y que obviamente las zonas administradas por la Autoridad Palestina tienen acuerdos de telecomunicaciones con el vecino Jordania, el que –una vez alcanzada la costa del Mar Muerto, por la que circulamos un buen tramo hacia el sur- se divisa perfectamente del otro lado.
El Mar Muerto es toda una curiosidad geográfica y química, y una experiencia corporal digna de experimentar.
“Lo que siempre reclaman los niños –dice Menno, el guía, cuándo no- es que del Mar Muerto les cuentan muchas cosas, pero nadie les dice quién lo mató”.
En realidad, el nombre indica, efectivamente, que en sus aguas no hay forma de vida posible debido a que se trata del lugar más bajo de todo el planeta, a 400 metros bajo el nivel del mar, y por tanto sus vertidos (que vienen casi todos del río Jordán) no tienen dónde desembocar y por tanto se concentran allí y aumentan con el proceso de evaporación. Por eso, el Mar Muerto tiene diez veces más salinidad que cualquier océano y acopia en sus aguas grandes cantidades de cloruro de sodio, cloruro de potasio y bromuro de magnesio que son aprovechadas por la industria química con fines industriales y médicos. Célebres son las cremas y barros corporales de allí extraídos. En los últimos años numerosos hoteles de las principales cadenas internacionales se han instalado en sus orillas, adonde acuden personas a tratarse por razones médicas, pero también a disfrutar de los spas que utilizan sus productos en forma natural.
En todo Israel, y en buena parte de Europa (adonde se exportan), existen los productos cosméticos de la marca Ahava, la de mayor prestigio, hechos en base a los barros del Mar Muerto. La planta industrial de Ahava puede verse desde la ruta, a orillas del mar. En el outlet adonde nos llevaron a comprar las cremas y productos de Ahava, los vendedores (uruguayos residentes en Israel desde hace tres décadas) nos aseguraron que son las que usa Madonna (asidua visitante del país por ser observante de la Kabalá). Antes que ella, se sabe que la mismísima Cleopatra disfrutaba de los beneficios medicinales y cosméticos del Mar Muerto.
Pero la experiencia más lúdica y que el cuerpo agradece en forma inmediata es la de internarse en sus aguas y dejarse flotar. Uno no tiene que hacer ningún esfuerzo para ello: la propia pesadez de las aguas soporta cualquier obesidad humana. Uno puede planchar en esas aguas celestes casi transparentes como en la más mullida reposera y, si quiere, entregarse a la lectura sin preocupación alguna más que la de que alguien le salpique los ojos. Porque es de imaginar que semejante concentración no habilita una zambullida ni, como hizo esta visitante de escaso tino, mojarse la cara con el agua directamente, pensando en los beneficios que tiene para la piel. La cara le quedará colorada como la de un murguista, aunque por un rato, después de aterrarse frente al espejo, nomás.
UN KIBUTZ
Quizás la fantasía más tópica que teníamos en los ’80, por poner una fecha, los que contamos hoy más de 40, acerca de esa especie de entelequia geográfica que era Israel (para mí dejó de serlo solo a partir de este viaje), es que todo el país era un gran conjunto de kibutz. Uno pensaba de alguien que vivía allá o iba a visitar a un familiar en cuál kibutz sería.
En realidad, ese concepto cambió en el imaginario internacional sin que mediara una conciencia expresa, a al menos esa es la impresión.
Se sabe que en Israel hay grandes ciudades. Que la propia Tel Aviv es una especie de Nueva York de Medio Oriente, y que Jerusalén es una ciudad histórica que a pesar de ello alberga a una masa poblacional importante, igual que Atenas o El Cairo. Además, están Haifa, San Juan de Acre (AKKO) y unas cuantas ciudades más.
Pero si uno va a Israel tiene que conocer un kibutz. Eso pensaron, seguro, nuestros anfitriones. Por tanto, de camino a Tel Aviv, vía Mar Muerto, visitamos uno de los más célebres: Ein Guedi.
En Israel, como ya vimos, la historia de un lugar u objeto histórico te la pueden empezar a contar desde tres o cuatro mil años atrás (en este caso, Ein Guedi es el lugar donde David se escondió de Saúl, por decir algo) o, para  establecer una fecha, a partir del siglo XX, cuando se empieza a gestar y luego se concreta el Estado de Israel.
Empecemos desde que está el kibutz, porque la historia ya la recorrimos bastante.
Esta singular experiencia humana que combina el espíritu sionista (la corriente que impulsó la necesidad de crear un Estado de Israel en la tierra prometida) con la práctica socialista (allí se vive en comunidad, se socializan los ingresos y las tareas), en Ein Guedi comenzó en 1956 en medio del desierto donde, salvo un puesto fronterizo que funcionó entre 1952 y 1956, no había habido habitación humana en toda el área desde hacía cinco siglos. Sus pobladores, que hoy son 400 -140 miembros plenos del kibutz, 160 hijos de miembros y el resto, personas que se hospedan por un tiempo en el complejo- son, en su mayoría, interesados en las ciencias naturales (especialistas en parques, jardineros, cultivadores de especies exóticas) que desde hace más de cuatro décadas se han empeñado en crear un jardín botánico en medio del desierto. No sólo lo lograron, sino que hoy, con 900 especies de los cinco continentes creciendo en sus predios, su parque ha sido reconocido por la National Geographic como la 11ª maravilla del mundo.
Algunas de esas cosas nos las contó y mostró Sabu Manoc, una especie de patriarca kibutzim con el phisique du rol perfecto para la tarea: enterito de jean bien gastado, gorro de visera y barba blanca y larga. Como si además la escena estuviera preparada (obviamente no lo estaba), durante nuestro recorrido entre árboles africanos, de la selva brasileña y plantas chinas, Sabu se cruza con una señora mayor, gorro de paja y pañuelo rojo atado al cuello, que maneja un tractor y desde allí lo saluda con una sonrisa: “Ella era la directora del Jardín botánico de Jerusalén”, cuenta al grupo.
Desde el punto de vista arquitectónico, el kibutz es un complejo de edificios de tres pisos con una gran construcción central común que lo preside, a cuyos lados también hay pequeños edificios dedicados a la administración. El aspecto es similar al de un complejo de viviendas modesto de Montevideo, aunque la memoria me lleva más a La Habana, porque en él hay aires de arquitectura del realismo socialista. Porque los kibutz fueron, en la etapa posterior a la creación del Estado de Israel, unas utopías tanto de aquellos que llegaban al país para ayudar a construir el país soñado de la tierra prometida como una forma de poner en práctica en un país nuevo el laboratorio de la comunidad socializada. Pero ya pocos vienen a este Israel de hoy, más cercano al Primer Mundo, con unas utopías caídas en desgracia, y los propios kibutz han debido abrirse a la posibilidad de que sus integrantes salgan a trabajar y hagan su vida fuera de él.