PRIMER VIAJE DE UNA GOY A TIERRA SANTA, PARTE 3

28/Nov/2010

Galería, Mónica Bottero

PRIMER VIAJE DE UNA GOY A TIERRA SANTA, PARTE 3

MI PRIVADO ISRAEL REZAR, RECORDAR, CONOCER
Por Mónica Bottero
La cena de encuentro y bienvenida del grupo de periodistas latinoamericanos y nuestros anfitriones de la Cancillería israelí fue en el restaurante Canela, uno de los más distinguidos de Jerusalén, ubicado en un barrio de tan buen gusto como el propio lugar donde comimos. Nos presentamos y conocimos a quien había tenido la buena idea de organizar este viaje: la vicedirectora general para América Latina y el Caribe de la Cancillería israelí, Dorit Shavit, quien nos saludó y conversó en un muy buen español con acento brasileño (explicado por su antigua condición de cónsul en San Pablo) y hebreo.
Dorit nos adelantó que nuestro acompañante especializado durante todo el viaje hablaba perfecto español. El origen de las personas que a lo largo de los cuatro días que duró el periplo y de quien se nos dijo que hablaría español fue una de las sorpresas más curiosas de ese segundo viaje que acababa de iniciar por Israel.
A la mañana siguiente, a una hora escandalosamente rural (como diría mi recordado amigo y ex contertulio de radio El Espectador José Claudio Williman), nos encontramos de nuevo en el lobby para emprender el periplo israelí. Un señor con aspecto de profeta moderno (discreta calva y bien cortada barba cana) se acerca al grupo, dice buenos días, se presenta como nuestro guía y pregunta quién es la uruguaya. Levanto la mano. Se me acerca con la de él extendida y luego de estrechar la mía, hace una venia militar mientras dice: “Encantado, Menno. Avenida Brasil y Soca”.
-“¿Menno qué?”, le pregunto con naturalidad, explicándole que eso es lo primero que me preguntarán mis amigos judíos en Montevideo, con los que estoy haciendo esa visita vía mensajes de texto (no entiendo Twitter) y a los que se los contaré al regresar.
-En Montevideo, yo soy Menno, de Pocitos, aunque si te piden alguna referencia, decí que mis primos son los Burstein.
Su aspecto era, decididamente, el de un señor sesentón de Pocitos, chaleco azul con bolsillos, otras veces caqui, camisas a cuadros, sombreros a juego y lentes de intelectual. Después comprobaría que su humor ácidamente inteligente era típico también de un veterano pocitense, aunque en Pocitos o el porteño Barrio Norte podríamos describirlo como humor judío, del tipo del de Norman Erlich, y en Manhattan como de Woody Allen pero en este caso in situ, y del cual disfrutaríamos en especial la colega argentina del diario “Clarín” y yo.
Ahora enfilamos, de nuevo para mí, hacia la Ciudad Vieja de Jerusalén pero con ojos israelíes, o, en todo caso, más globales y no meramente de peregrina cristiana.
Por el corto trayecto de no más de 20 cuadras, Menno nos cuenta que la historia de los judíos empezó cuando Abraham, llamado luego el patriarca, que venía de Ur, hoy Irak, pasó en principio por Jerusalén pero ya había un sacerdote-rey, así que siguió al sur y un tiempo después se instaló en Hebrón. “Allí, como dirían en mi patria, se compró un terrenito donde luego enterró a su esposa, Sara”, explicó Menno, y enseguida aclaró: “muerta”. (La chanza la celebramos sólo las rioplatenses).
Estando más concentrada, ya en Montevideo, Paul Johnson, desde su maravillosa “Historia de los judíos” me contaría que es en Hebrón donde se puede situar el inicio de la historia de este pueblo, hace cuatro mil años, y donde efectivamente están las tumbas del patriarca Abraham, el primero, y su familia, además de los que lo sucedieron.
Desde un estratégico mirador ubicado casi a los pies del Monte de los Olivos, entre el cementerio judío y la iglesia de Getsemaní, y frente por frente a la muralla que encierra la Ciudad Vieja de Jerusalén, Menno nos resume cuatro mil años de Historia. “Lo hago parado acá, con la gran vista de la Ciudad Vieja detrás, como los colegas de ustedes que hacen reportes para la televisión”, explica.
No todo lo registré entonces, y como con los reportes de la televisión, recurrí a fuentes escritas para ordenar y profundizar, no por responsabilidad de Menno en este caso, sino por mi propia escasez de background para seguir el hilo de su rápido punteo.
Mil años después de los tiempos del primer patriarca, el rey David, el más recordado por el pueblo judío, el mismo que venció al filisteo Goliat, conquistó la ciudad de Jebus, la ciudad de los jebuseos (hoy Jerusalén), en el siglo XI AC, pero entonces se trataba de un bastión fortificado que ocupaba sólo lo que hoy es el área sudoeste de la ciudad. Salomón, el hijo de David, amplió esos muros y construyó el legendario templo que llevó su nombre, destruido en el 587 AC, cuatro siglos después. Desde entonces, Jerusalén y el reino de Judá pasarían a formar parte de los imperios de Babilonia, persa y romano, y los judíos sufrieron deportaciones, regresos, gozaron de la tolerancia de sus gobernantes y soportaron el vasallaje en las distintas épocas. Cincuenta años después de la primera destrucción del Templo, el rey persa Ciro el Grande, entonces emperador babilónico, permitió su reconstrucción. Cinco siglos más tarde, ya anexada por el Imperio romano, el rey Herodes el Grande, en el 21 AC, restauró el Templo, que fue destruido por segunda vez 90 años después, en el 70 DC, cuando la ciudad fue arrasada y los judíos nuevamente expulsados o sometidos en situaciones de extrema humillación. De ese segundo templo queda hoy el masivamente adorado Muro de los Lamentos, su único vestigio, el más sagrado para los judíos.
Un siglo después de la segunda destrucción, por mediados del II de nuestra era, el emperador Adriano mandó construir una nueva Jerusalén, a la que llamó Aelia Capitolina, lo cual provocó nuevos levantamientos de los judíos de la región, que terminó con su derrota y nueva expulsión masiva, lo cual es conocido como el inicio de la Diáspora. Judea pasó, bajo Adriano, a ser la provincia romana de Palestina.
A partir del cuarto siglo de esta era, bajo el dominio de Bizancio (Imperio romano de Oriente), Jerusalén se convirtió en importante sede cristiana. Por esos días, en el 326, fue que Constantino mandó levantar la Basílica del Santo Sepulcro y más al norte, en la zona de Galilea, entre otras, se erigieron también por entonces importantes monumentos y santuarios cristianos de notoria impronta bizantina. De ese mismo siglo es la primera iglesia de Getsemaní, donde Cristo pasara su último noche junto a los apóstoles, sobre la que mil años después se construyera otra y luego la actual, que es de 1926, siempre preservando la piedra sobre la cual se supone que el nazareno descansó.
Pero en el siglo VII llegó la expansión musulmana que venía creciendo de Oriente a Occidente y a fines de ese siglo se construyó la Mezquita de la Roca (en el mismo lugar donde estuvo el Templo de Salomón, el más sagrado para los judíos), el segundo templo más importante para la religión musulmana, desde donde dicen que Mahoma ascendió a los Cielos.
Tres siglos más tarde llegaron los cruzados, que ocupaban y eran desalojados de la ciudad en forma intermitente, con las consecuencias de destrucción de templos y edificaciones sagradas para las tres religiones.
En el siglo XVI llegaron los sultanes otomanos y el dominio turco permaneció sobre Jerusalén y casi toda Palestina hasta la I Guerra Mundial cuando, según establecieron los vencedores, fue a Gran Bretaña a quien correspondió administrar y gobernar Palestina hasta la declaración del Estado de Israel en 1948. Jerusalén, de todas maneras, estaba bajo dominio jordano hasta que Israel lo desalojó por la fuerza en 1967, durante la Guerra de los Seis Días.
Las actuales murallas de la Ciudad Vieja de Jerusalén fueron construidas en el siglo XVI por uno de los sultanes de la época. Tienen un espesor de tres metros y una altura de entre 8 y 15 metros a lo largo de un perímetro de unos cinco quilómetros. “Las piedras más pequeñas de esos muros pesan dos toneladas y media cada una –asegura Menno-. A la clásica pregunta de cómo lo hicieron, sólo se me ocurre responder ‘con paciencia y despacito”.
La Ciudad Vieja tiene 11 puertas a lo largo de esas murallas: siete están abiertas y de las cuatro cerradas, una (que está tapiada a cal y canto) es la que da entrada directa a la Explanada de las Mezquitas, esto es, adonde estaría el Templo de Salomón. Esa es la que abrirá el Mesías de los judíos, cuando llegue.
“Cuando Saddam nos mandaba sus misiles una noche sí y otra también, yo tenía la esperanza de que con alguno le errara la puntería y le diera a la octava puerta, pero lamentablemente eso no pasó”, comentó Menno, y agregó: “Nosotros no tenemos ninguna intención de abrirla, ni de ponernos a reconstruir el Templo, porque esa sería la mejor manera de unir a todo el mundo árabe en contra nuestra, y no creo que sea una buena idea”, comentó el guía.
Hay que recordar que Israel mantiene buenas relaciones con sus vecinos árabes de Egipto, Líbano y Jordania, por mencionar los más cercanos.
“Imagínense el lío que se armó hace poco porque se intentó restaurar una sinagoga en el Barrio Judío, que es el que siempre estuvo en peores condiciones edilicias debido a los conquistadores y administradores que tuvo la ciudad hasta 1967. Así que dejemos que llegue el Mesías y él arregle el problema…”, agregó, y se llamó a silencio con un: “Lo siento. Yo no estaba aquí en esa época”, cada vez que le hacían alguna pregunta controversial que incluyera un hecho entre el siglo XI anterior a Cristo y nuestros días.
Desde el mirador nos mostró además la Cúpula de la Roca, la de la Basílica del Santo Sepulcro, la más lejana iglesia del Dormición en el Monte Sión, donde está la tumba de Schindler; y comentó lo caro que es morirse en ese país mientras nos maravillaba el inmaculado cementerio judío que teníamos a pocos metros. “Mi padre está enterrado en La Paz”, murmuró, mirándome, sabiendo que lo entendería.
Luego me contaría también que su padre tenía fiambrería y que su tío era el carnicero del barrio Reus, por lo cual en su casa no se respetaba demasiado la dieta religiosa, aunque él hizo su Bar Mitzvá en la sinagoga de la calle Alarcón.
Qué cerca vive la gente en el mundo, pensé.
Después Paul Johnson me enseñaría que son los judíos los que más cerca han vivido de él sin alejarse nunca de su tierra prometida. “Ningún pueblo mantuvo durante tanto tiempo un vínculo tan emotivo con un trozo de tierra pero a la vez ninguno ha tenido un instinto tan fuerte a la emigración”, asegura el historiador inglés, teorizando lo que Menno me acababa de ilustrar con un par de mínimos comentarios biográficos.
Del mirador bajamos hasta Getsemaní, que visitamos por dentro y por fuera, donde está el huerto que mantiene ocho olivos sagrados, por su antigüedad, que es custodiado por el padre Rafael, descendiente de un cruzado, y que fue sembrado con olivos nuevos por Pablo VI durante la misma visita de 1964 en que consagró a la Basílica de la Anunciación en Nazareth.
EL MURO. La mañana se iba y varias gentes en otros tantos lugares de Jerusalén tenían citas marcadas con nosotros. Por tanto, de allí salimos con prisa hacia el Muro de los Lamentos, quizás el punto más emblemático de una visita a Jerusalén.
En la entrada se deben pasar controles similares a los de un aeropuerto y la presencia militar se nota metro a metro. Es que si bien cualquier visitante de Jerusalén, aun uno bien avisado, no percibe al caminar sus calles ningún indicio de temor o tensión, y ve convivir a árabes, judíos y gente de razas y religiones difíciles de identificar o, mejor puesto, de clasificar, es evidente que un sitio sagrado como ese es un blanco en potencia en todo momento, como lo ha sido en los últimos tres mil años.
La presencia militar, por otro lado, al menos la uniformada, está compuesta por jóvenes mujeres y varones de no más de 21 años, que son los chicos que cumplen el servicio militar obligatorio que funciona en Israel para todo el mundo, sea quien sea, hijo de quien sea. Hay chicos y chicas de raza negra, rubios con penachos, pelirrojas de largas trenzas. Todos posan divertidos para los turistas o entre ellos mismos. Algunos están frente al muro, rezando, con una mano apoyada en él y con la otra sosteniendo las escrituras.
Al pasar una gran explanada, después de los controles y de hacer la correspondiente fila (una para hombres y otra para mujeres) y de ver el espectáculo de los chicos que, muertos de vergüenza, rodeados de sus amigos que seguro comprenden su sentimiento, van con sus madres, padres y otros familiares que cantan, hacen palmas y cargan ofrendas dulces para celebrar su Bar Mitzvá (su inicio a la comunidad religiosa al cumplir los 13 años), uno llega a una gran explanada. A la derecha está el muro. La explanada, a su vez, está cortada a la mitad por otro muro, en forma perpendicular al sagrado: de un lado oran los hombres y del otro, las mujeres. De todas formas, como este otro muro, no el sagrado, tiene una altura de poco más de dos metros y junto a él hay varias sillas de plástico, una se puede parar sobre ellas y mirar hacia el otro lado sin que nadie, en apariencia, se moleste. Una lo hace por principios, nomás.
De nuevo, como recordando, mientras observa el jolgorio de una de las B’nai Mitzvá (el plural de Bar –para el varón- y Bat –para la mujer- Mitzvá), Menno dice que hasta hace dos generaciones los judíos no tenían acceso al Muro. Y que eso se hizo posible a partir de la Guerra de los Seis Días, en 1967, cuando el ejército israelí arrebató Jerusalén a Jordania.
Cuando de vuelta en Montevideo leí un poco más sobre el tema, me preguntó cómo se habrán sentido esos paracaidistas que aparecen en las fotos históricas, el 7 de junio de 1967, mirando con desbordada emoción el Muro de los Lamentos, minutos antes de que el comandante de su brigada, general Motta Gur, anunciara: “La colina del Templo está en nuestras manos”.
Ese día se había conquistado toda la zona oriental de Jerusalén, no incluida en el Estado de Israel según los acuerdos internacionales, y que hasta poco antes ni siquiera las autoridades sionistas (partidarias de la creación y luego gobernantes del Estado de Israel) se habían planteado. Las circunstancias de la guerra llevaron a eso y hoy Israel ni siquiera pretende discutir esa restitución, que los palestinos consideran sine qua non para (con)vivir definitivamente en paz.
Ese día, por lo tanto, el ejército israelí también conquistó la Explanada de las Mezquitas y por lo tanto también la mismísima Mezquita de la Roca, el segundo sitio más sagrado del Islam. Sin embargo, cuentan las crónicas, el entonces ministro de Defensa israelí, Moshe Dayan (a quien los mayores de 40 seguro recordamos como aquel hombre con un ojo tapado que aparecía casi todos los días en los informativos de fines de los ’60 y principios de los ’70), mandó a sus soldados arriar de inmediato las banderas de Israel que allí se habían izado.
Menno explicó que el muro en sí mismo no tiene un carácter más sagrado que el de ser el único mínimo vestigio del Templo, que allí se va a llorar su destrucción, pero también a rezar, a encontrarse con Dios, a pedir. De hecho, en las heridas o las junturas de las piedras hay miles y miles de rollitos de papel que la gente ha puesto con deseos, mensajes y peticiones.
“Los de acá no faltan”, dice, refiriéndose  esos papelitos con pedidos, una de mis colegas latinoamericanas, de insospechable religión católica.
El verdadero lugar santo, sigue Menno, está allá arriba, del otro lado de este muro y sobre él, donde estaba el Templo y hoy está la Explanada de las Mezquitas y adonde los judíos no van para no pisar sobre sus muertos que están enterrados dentro o alrededor de lo que fue el Templo.
Y cuando uno se acerca siente todo aquello de lo que tanto oyó hablar, leyó y vio. La memoria de un pueblo porfiado, al que Moisés le dijo que era su elegido, y que tomó esa misión que lo hizo sobrevivir a pesar de haber sido perseguido, ladeado, demonizado, humillado y sojuzgado como ningún otro en la Historia. Y uno se contagia de esa fuerza que está ahí, intacta, contra ese muro y en sus entrañas. Y uno sabe que está en el lugar más sagrado, en el sitio más sagrado de la fe y sobre todo de la moral de la que salió toda la Historia de Occidente y de buena parte de Oriente. Y ese muro es sagrado. Y uno no es judío pero siente la necesidad de tocar ese muro, porque uno salió de ahí también.
YAD VASHEM. Pero así como en Jerusalén está buena parte de lo más sagrado de las tres principales religiones de Occidente y Medio Oriente, también está el mayor centro recordatorio de la peor muestra de la maldad humana (y también de su contracara: el heroísmo, el sacrificio, la solidaridad) quizás de la Historia y sin duda del siglo XX, que fue el Holocausto (la Shoá, como la llaman los judíos).
Yad Vashem, como se llama el Museo del Holocausto de Jerusalén, cuyo nombre proviene de una frase del profeta Isaías y significa algo así como “Monumento y Nombre”, designa en realidad a la Autoridad para el Recuerdo de los Mártires y Héroes del Holocausto, creada en 1953 por el Parlamento israelí. Su modernísimo complejo edilicio actual, el que visitó nuestro grupo, se inauguró en marzo de 2005.
Abarca 4.200 metros cuadrados, con 1.800 metros de largo distribuidos en 10 superficies, todo construido bajo tierra con una nave central de dos aguas que emerge a la superficie, y cuyo frente se abre en un gran ventanal hacia la parte más sagrada de Jerusalén.
Este enorme complejo que incluye centros de estudios y de documentación del Holocausto, un museo de arte, una sinagoga, un pabellón para exposiciones transitorias y varias plazas –que recuerdan a los llamados Justos entre las Naciones (aquellos no judíos que ayudaron y arriesgaron su vida para impedir la masacre), a los partisanos judíos y no judíos, a los deportados a los campos (es el vagón de un tren montado sobre una vía que parece ir hacia el vacío), a las comunidades judías destruidas o más seriamente afectadas durante el Holocausto –tiene como objetivo central recopilar la mayor cantidad posible de información sobre la gran masacre y a su vez hacerla conocer al mundo.
El trabajo principal se orienta hacia la individualidad de las víctimas y héroes para devolverles así su identidad, explicó nuestra guía en el Museo, una jovencísima argentina llamada Eliana.
Durante el acto de inauguración del actual Yad Vashem en 2005, el mundialmente conocido escritor húngaro-rumano-judío Elie Wiesel explicó también el espíritu de ese gran centro de recordación: “No queremos contar nuestra historia para que la gente llore, porque no queremos piedad. Decidimos contarla para que el mundo sea mejor, para que aprenda y recuerde”.
Reconozco que iba con cierta aprehensión: en 2007 había visitado el Museo del Holocausto en Washington y realmente sufrí, porque es un lugar que fue concebido para que cada visitante se ponga realmente en la piel de un judío en las décadas de los ’30 y ’40 en Europa. Y el objetivo se cumple ampliamente.
Sin embargo, será porque la visita fue extremadamente rápida, será porque los paneles y las fotos sustituyen a todos sustituyen a todos aquellos objetos reales que hay en Washington (uniformes de los campos, altos y altos de zapatos, dientes y cabellos), será porque en Israel las personas no necesitan ver esos testimonios tan crudamente porque viven con ellos y han vivido, o los tienen en su propia casa o será, como dijo Wiesel, que la idea no es que los visitantes les tengan pena sino que aprendan, la verdad es que el recorrido no generó aquel estremecimiento. A lo largo de diferentes secciones se muestra la génesis del antisemitismo, al menos el de este siglo en Alemania (porque el sentimiento en realidad existe desde que existen los judíos). Se muestra el ascenso del nazismo y sus razones. Se muestra la expansión nazi en Europa, cómo operaban los progresivos sistemas de concentración, deportación y exterminio, y cómo el sistema se iba haciendo cada vez más industrial y sofisticado. Casi todo esto en fotos y paneles, con algún objeto mínimo real, con la reconstrucción de un salón de estar de una casa judía de la época. Casi todo lo que una persona interesada por la historia podría leer acerca del Holocausto.
Será por eso que un capítulo, el último del recorrido del museo en sí mismo, llamó más mi atención. Nunca me había puesto a pensar en lo que pasó con los sobrevivientes del Holocausto una vez que fueron liberados de los campos, o que pudieron salir de sus escondites. Me consta que sus hijos y nietos tampoco supieron nunca demasiado sobre esa parte de la Historia.
Será por eso que uno de los testimonios proyectados en las pantallas que salpican todo el recorrido del museo llamó particularmente mi atención y resultó uno de los momentos más conmovedores de toda la visita a Israel, lo que es decir.
Será que soy madre y que la historia que allí se contaba ponía en una situación extrema las contradicciones y temores de cualquier maternidad.
Quien daba su testimonio en la pantalla era una señora muy mayor, sobreviviente de un campo, al igual que su marido, con quien se habían reencontrado en Amsterdam, su ciudad, al ser liberados. Contó que al barrio habían regresado otros judíos sobrevivientes también, entre ellos su médico, a quien acudió ella para consultarlo sobre unos malestares estomacales y unos mareos raros que padecía. “Estás embarazada”, cuenta que le dijo el médico. Pero no podía ser, dice ella, porque durante todo el cautiverio (creo recordar que dijo de unos tres años) no había tenido menstruación, ni tampoco desde que había regresado a su casa. “No puede ser, no puede ser”, dice que decía ella, y que lloraba todo el tiempo porque decía que ella no quería tener ese hijo. “No iba a poder soportar el llanto de un niño, estaba segura. Porque me haría recordar aquellos insoportables llantos de los niños del campo: eran desgarradores, terribles. Eran de hambre, o porque se los llevaban de los brazos de sus madres, o por los horrores que veían. Yo no podía soportar escuchar el llanto de un niño nunca más”, cuenta la mujer mientras yo, de a poco, me iba sentando en el banco instalado frente a la pantalla, con el corazón retorcido, el pecho hundido en el alma y sin enterarme de que el grupo ya se había ido hacía unos minutos.
Entonces, contó la mujer en el video, empecé a hacerme cosas para sacarme al niño de adentro: me fajaba, hacía gimnasia, saltaba, me ponía la plancha caliente en el vientre, para dilatarlo, pero la panza seguía creciendo.
Y el niño nació, dijo ella, y cuando lo tuve en mis brazos no pude creer cómo había sido posible que yo no hubiera querido tener a ese niño. “Y le dije”, contó, “cuando seas grande no sabes cuántas cosas tengo para contarte”, agregó, sincronizando sus lágrimas con las mías.
“Pero nunca le conté nada hasta hoy, que verá este testimonio”, concluyó ella y la propia cinta, que comenzó otra vez desde el inicio. Y yo me quedé, y la volví a mirar. A la tercera vez me vinieron a buscar.
Ima y Angélica nos dan de comer
Fue en el restaurante Ima, el segundo que visitamos, donde realmente conocimos –como alude su nombre (“Mamá”, en sentido cariñoso, en hebreo) –la comida israelita de todos los días. Esa mamá, en este caso, es la del propietario, Miriam, una judía kurda que todavía cocina en el lugar algunos de los platos más típicos del Medio Oriente.
Nunca supe, a lo largo de este intenso pero mínimo viaje, qué era exactamente lo que estaba comiendo, porque nunca hubiera memorizado ni identificado luego lo escrito con lo probado, pero puedo asegurar que nunca conocí tantos tipos diferentes de ensaladas, y aderezos tan creativos.
Se repetiría todas las veces: restaurantes de buen gusto, con aire de genuino del lugar, con no menos de una docena de platos diferentes para probar, donde siempre hubo elementos mediterráneos (berenjenas, olivas verdes y negras, tomates de distintos tipos), exquisitos panes y muy buenas carnes con predominio del pollo y el pescado.
Nunca tuve idea de qué eran los ensopados, muy de Oriente, siempre bien condimentados, pero los tomé con un gusto que escandalizaría a Mafalda.
Algunos panes no tenían perdón, aunque este tipo de comentarios no se adecuen muy bien a tierras bíblicas, de no ser puestos en sentido positivo, como es el caso.
En el caso de Angélica, adonde fuimos tarde en la noche, a cenar, ya exhaustos, se repetiría lo del buen gusto de Ima pero el énfasis fue en las carnes kosher que preparaba el chef del lugar, un experimentado trotamundos que recorrió las cocinas de la costa oeste de Estados Unidos y Europa.
Cosas de mujeres
Lla primera entrevista de la tarde del segundo día de la visita en grupo era en el edificio de la Knesset (Parlamento de Israel), una moderna construcción a la que también se debe ingresar con controles de aeropuerto, pero con alguna restricción más que al Muro, como la de las cámaras fotográficas. Allí nos reuniríamos con la diputada Rujama Avraham, la mujer más bella que vi durante la semana que pasé en Israel.
De mediana edad (Google me contaría a la vuelta que nacimos el mismo mes y año, enero del ’64) y enorme altura, embutida en un traje bien masculino, cruzado y de raya diplomática sobre una camisa celeste por sobre cuyo escote formado por los tres primeros botones desabrochados reinaría una elegante estrella de David de oro pendiendo de una cadena del mismo material, Rujama no dejó nunca de sonreír. Su actitud la podría explicar su pasado de ministra de Turismo, aunque la desmiente el de viceministra del Interior, pero en todo caso se trataba de alguien que sabía manejarse bien con los visitantes.
Legisladora por tercera vez (la primera por el derechista Likud, de Menahem Beguin y el actual primer ministro Benjamin Netanyahu; y las dos siguientes por el centrista Kadima, fundado por Ariel Sharon, y por el cual casi resulta electa primera ministra Tzipi Livni), Rujama es divorciada y madre de dos hijos posadolescentes, uno de ellos cursando el servicio militar. Es una de las 23 mujeres que integran un Parlamento de 120 miembros, por tanto, si bien ha integrado las comisiones encargadas de diversas áreas, los asuntos de género le han ocupado en buena medida sus tareas. Dice lo mismo que cualquier diputada uruguaya con conciencia de género, o que cualquier diputada francesa, salvadoreña o rumana: que los asuntos domésticos no son cuestiones menores, que si se quiere lograr una igualdad de oportunidades en el acceso a la política o a cualquier cargo de decisión en la sociedad es necesario garantizar a las mujeres una buena cobertura social (esto es, facilidades de su comunidad para cuidar de sus hijos), que el hecho de ser divorciada, como buena parte de las demás mujeres políticas, le facilitó el acceso a cargos importantes (hay pocos hombres dispuestos a ponerse detrás de una gran mujer, eso lo digo yo, no Rujama, pero seguro ella lo comparte).
Pero Rujama Avraham tiene otro detalle con el que lidiar, no sólo en el terreno del género sino en todos sobre los que debe legislar y controlar al gobierno, y es que es representante del pueblo en un país que tiene a dos comunidades bien diferentes que han tenido que convivir en el mismo territorio a su pesar y que muchos de ellos también son ciudadanos cuyas necesidades debe atender.
Dijo que como madre le cuesta olvidarse de los días duros de hace cuatro o cinco años cuando en cualquier momento, en el ómnibus en el que iban sus hijos al colegio podía subirse un palestino con un cinturón de explosivos, pero también dijo que entiende que una madre palestina también se preocupe de que las autoridades israelíes cometan excesos con sus hijos en el afán de atender la seguridad. Afirmó, también, por si alguien se lo estaba preguntando, que ella es partidaria de darle a los palestinos la posibilidad de gobernar en la Franja de Gaza y que para ello es necesario desalojar a unos ocho mil colonos judíos, pero que hay que hacerlo.
En términos similares a los de Rujama conversó durante la cena con nosotros la directora general de la Autoridad para el Estatus de las Mujeres en Israel, Vered Swid, lo que llevó a muchas de mis compañeras de viaje a preguntarse que nota harían, si estas mujeres decían lo mismo que las de nuestros países, porque la situación resulta muy parecida. Es que, en muchos aspectos Israel es decididamente un país del Primer Mundo y en toros, del Tercero. En cuestiones de género, se podría decir que pertenece a este último, aunque con intención de evolucionar. No obstante, debe enfrentar el gran problema de contar con uno de los gobiernos en el mundo más estrechamente vinculados a los postulados de su religión, lo que implica, como en el caso de las religiones (aunque la judía menos que la católica pero más que otras cristianas), que las mujeres son vistas como objetos más que sujetos de acción en la comunidad. El hecho de necesitar la autorización de un rabino para divorciarse cuando lo hacen por su voluntad es una de ellas. (Generalmente no obtienen ese permiso y si pretenden volver a casarse, van a otros países, en general a Malta, seguramente por contar con una legislación más laxa en la materia).
El otro tema urticante en materia de género en Israel es también compartido en el mundo: la violencia doméstica. Una iniciativa privada, luego ampliada con apoyo estatal, permitió crear en Israel 14 refugios en los últimos 30 años. Pero tuvieron que hacer refugios específicos en algunos casos: para mujeres árabes y para mujeres de judíos ortodoxos, dos sectores, además, donde resulta particularmente difícil lograr que denuncien la violencia de la que son víctimas y, luego de salir del refugio, puedan retomar su vida de otra manera.
Pero tanto la propia Vered como la propia Autoridad para el Estatus de las Mujeres se ocupan de otros temas, además de la violencia doméstica, lograr garantías de acceso a los lugares de decisión y para el regreso a los trabajos después de la maternidad, entre otros. “Tenemos tanto por hacer –comentó Vered, ante las miradas escépticas de algunos de nuestros anfitriones-: sólo de pensar que de las 1.040 calles de Tel Aviv hay sólo 30 con nombres de mujer, ya me canso”.