Mohamed Bouazizi y nosotros

07/Mar/2011

El Observador, Eduardo Blasina

Mohamed Bouazizi y nosotros

5-3-2011 El fósforo que encendió un joven egipcio hizo arder a buena parte de Oriente Medio La crisis de los países árabes abre una oportunidad a otras naciones como Uruguay
El ansia de libertad corre como un reguero de pólvora entre las multitudes árabes, desde hace años acostumbradas a la pólvora. Hoy, sin embargo, celular en mano, diseminan la revolución con el tableteo de los teclados más efectivos que de las armas de dictadores insostenibles y obsoletos como Kadaffi.
El fenómeno constituye el hecho político más importante y esperanzador desde el colapso de la Unión Soviética y los países que estaban bajo su dominio en Europa Oriental. Se trata de procesos sociales similares, en los que las multitudes hartas de vivir sin libertad deciden hacerse protagonistas de su propio destino a pesar de los riesgos que eso trae.
Pero una diferencia fundamental hay entre ambos procesos. El de la Unión Soviética fue comenzado por el propio presidente Mikhail Gorbachov, quien en un acto de insólita honestidad intelectual percibió que dirigir a un país a la antigua usanza no era moralmente correcto, y empezó la Perestroika, la apertura.
Menos conocido es el detonante del actual huracán de libertad. El joven Mohamed Bouazizi ciertamente no era famoso y hoy su nombre todavía espera ser divulgado con el protagonismo que merece. Ciertamente ser un joven feriante de frutas y verduras en un pueblo perdido en el interior de Túnez no podía ser un trampolín desde el que cambiar el mundo. Pero cuando las condiciones están dadas, el aletear de una mariposa puede provocar un huracán a miles de kilómetros de distancia.
Eso no lo sabía Bouazizi, vendededor de frutas y verduras desde los 10 años. Estudiaba en la tarde, compraba frutas y verduras de noche, vendía de mañana y ganaba unos 10 dólares por día que colaboraban para sostener a las 10 personas que vivían en su casa. Su padre había fallecido cuando él tenía tres años y desde entonces sabía que la vida requería grandes sacrificios.
Pero las cosas se le fueron poniendo cada vez más difíciles. Precios cada vez más altos, clientes cada vez más insatisfechos y un gobierno persistentemente autoritario. Por eso el 17 de diciembre, cuando la Policía le pidió la enésima coima para poder vender, él se negó a pagar. La Policía confiscó su puesto de verduras, y ante su reclamo fue abofeteado. Él seguramente sintió que una gota derramaba el vaso de su paciencia.
Tras diez días de reclamos en vano y con una deuda de 200 dólares por las frutas y verduras adquiridos, pero no vendidos, el 27 de diciembre compró un bidón de nafta, se lo echó encima y prendió el fósforo que hoy incendia todo Medio Oriente.
Su desesperante agonía duró ocho días que tuvieron en vilo a la población. Su muerte, el 4 de enero, puede considerarse el comienzo de la rebelión que derribó al dictador tunecino Zine El Abidine Ben Ali, al egipcio Hosni Mubarak, y el inicio de un efecto dominó cuyo resultados e implicancias nadie puede todavía definir con precisión.
Tal vez cuando esta nota esté publicada ya haya caído el dictador libio, el de Yemen, o el Sultan de Oman, donde la gente esta semana prendió fuego un supermercado y lleva también varios días de protestas. O tal vez el monarca de Bahrein haya tenido que huir de su país. Los cuestionamientos a todos los autoritarismos se propagan. Es posible que las incipientes manifestaciones en China crezcan y se conviertan en un hecho político relevante. Todos los gobiernos autoritarios están nerviosos. Algunos reparten millones, como el rey Saudí; otros liberan presos políticos y anuncian reformas.
Detrás de este proceso, no como causa única pero sí como factor fundamental, está la suba estructural de los precios de los alimentos. Las poblaciones árabes crecen a tasas muy elevadas, en zonas con poca capacidad agronómica para cultivar. En aquellos países estructuralmente importadores de materias primas y sin la capacidad fundamental para generar innovaciones tecnológicas que traigan desarrollo económico, el autoritarismo se convirtió en un callejón sin salida.
Lo que para esos países se ha vuelto una amenaza estructural, para Uruguay y los demás exportadores de alimentos se ha vuelto una inédita ventana de oportunidad.
El trigo, el arroz, los lácteos, la carne que producimos se valorizan como nunca. Se necesitan más que nunca. Aumentar la producción no es solo un buen negocio. Significa contribuir con nuestro granito —no ya de arena, sino de alimento— a estabilizar un mundo que, con 70 millones de personas más cada año, debe concentrarse en evitar el escenario planteado por la saga de películas como Mad Max, un mundo con recursos agotados donde se imponga la salvaje ley del más fuerte.
La tecnología en algún momento logrará que se termine la dependencia de energías fósiles cada vez más escasas. De alguna manera se evitará también que cientos de millones de toneladas de granos sean devorados por los tanques de los automóviles que cargan etanol de maíz. Los altísimos precios de los alimentos durarán muchos años, pero no serán eternos.
Está en nosotros aprovechar la ventana de oportunidad sin precedentes que la restricción de los recursos naturales ha generado. Eso no solo implica convertir los buenos negocios en desarrollo y cambio tecnológico. Implica cuidar los recursos naturales con una minuciosidad que todavía no forma parte de nuestro bagaje cultural. Si logramos sostener una producción creciente en volumen y calidad, no solo podemos alcanzar niveles de desarrollo sin precedentes, propios del primer mundo, también estaremos ayudando a que del otro lado del mundo los valores democráticos de respeto a la libertad y los derechos humanos se consoliden. En el balance de inestabilidades, Uruguay navega con viento a favor. Tenemos la fortuna de contar con agua y tierras fértiles en abundancia. Tal vez contamos también con el mérito de una cultura democrática. Estamos del lado favorable del mostrador. En el siglo pasado tuvimos oportunidades similares que perdimos. El desafío sigue siendo agregar inteligencia a los recursos naturales, produciendo más y mejores alimentos que nos hagan conocidos y apreciados en el mundo. Y así ayudar a que a nadie más le pase lo que le ocurrió a Mohamed Bouazizi.