Linda Kohen, Entrevista: Metafísico de lo Cotidiano

31/Ago/2012

El País Cultural, Pedro da Cruz

Linda Kohen, Entrevista: Metafísico de lo Cotidiano

LINDA KOHEN (Milán, 1924) es artista visual. Fue alumna de Pierre Fossey, Eduardo Vernazza y el argentino Horacio Butler. En 1949 se integró al Taller Torres García, en el que fue alumna de Julio Alpuy y José Gurvich. Durante los últimos años ha expuesto individual y colectivamente en galerías y museos de Uruguay, Argentina, Brasil y Estados Unidos. Durante el mes de agosto se desarrolla “Sola”, una muestra retrospectiva de su obra en el Museo Nacional de Artes Visuales.
PARTIDA Y COMIENZOS.
-¿Cómo fue tu niñez en Italia?
-Mi padre, Guido Olivetti, dibujaba y pintaba muy bien, y también era un gran tenor. Por lo que siempre estuvimos en contacto con el arte. En Italia llevaba una vida maravillosa, con gran amor de mi familia. Tenía una perrita, e íbamos a esquiar, a juntar hongos, y al mar a juntar caracoles. Era muy lindo, hasta que todo terminó en 1938 cuando crearon las leyes contra nosotros, los judíos. En general, los judíos italianos no se daban cuenta de lo que iba a pasar. De mi familia, que era numerosa, nadie pensó en escapar. Mi padre, debido a su dignidad, no quiso quedarse como ciudadano de segunda categoría. Él era ingeniero, y había trabajado un tiempo en Argentina cuando se construyó la central eléctrica en la ciudad 9 de Julio. Decidió irse de Italia, y como tenía amigos en Argentina, consiguió las visas y viajamos en setiembre de 1939. Estuvimos unos meses en Buenos Aires, y después vinimos a Montevideo. Fueron años muy difíciles.
-¿Que edad tenías cuando viajaron?
-Iba a cumplir quince años. Viajé con mi padre, mi madre, mis abuelos maternos y mi hermano, Mario Olivetti, por lo que estaba muy protegida. Pero fueron años muy difíciles para mi familia. Yo vivía la problemática normal del adolescente, y tuve la suerte de llegar a Uruguay, donde la gente nos abrió los brazos de forma cálida y generosa. Aunque no pude seguir estudiando porque no me llegaban los papeles, y además me enfermé gravemente. Pero todo fue para bien, porque me dediqué cada vez más al dibujo y la pintura.
-Ya decidida a dedicarte al arte, ¿cómo te formaste?, ¿con quién estudiaste?
-Hacia 1942 empecé a ir al taller de Pierre Fossey, y me sirvió mucho, aunque con él hacía un tipo de dibujo muy rígido. Una vez que expuse, Eduardo Vernazza escribió una crítica muy favorable, y después empecé a trabajar con él. Hasta que me casé. Tengo mucha obra hecha en ese período. La miro, y veo que aprendí mucho con él. Luego me casé con Rafael Kohen, y nos fuimos a Buenos Aires. Tuve el privilegio de no necesitar trabajar y poder dedicarme a la pintura. Mi marido me alentaba mucho y me presentaba gente interesante. Enseguida nació mi hija y me dediqué mucho a la maternidad. De todas formas frecuenté el estudio del conocido pintor Horacio Butler y el Círculo de Bellas Artes, donde había modelo desnudo. Cuando volvimos a Uruguay, en 1948, seguí pintando “on my own”, sola, y un año después decidí entrar al Taller Torres García. Don Joaquín ya no estaba enseñando, estaba muy enfermo. Lo conocí, pero no tomé clases con él. Estudié con Alpuy y después con Gurvich. Alpuy me obligó a volver a dibujar, y no me permitió tocar un pincel hasta después de un año. Una disciplina muy rígida.
-¿Y Gurvich?
-Con Gurvich era muy distinto, porque era menos rígido. Al contrario, con gran fantasía y voluntad de experimentación te impulsaba a hacer cosas nuevas. Fue fantástico. En cierto momento siguió los cursos en su casa del Cerro, y yo iba siempre con gente que todavía veo, principalmente Eva Olivetti, con quien durante la época del Taller salíamos a pintar en la calle. Eva era mi cuñada, y “usurpó” mi nombre. Cuando empezó a exponer firmaba Eva Olivetti. Entonces yo quedé con el apellido de mi marido, y me transformé en Linda Kohen.
-Viendo tu obra en perspectiva, ¿qué te dejó la experiencia del Taller Torres García?
-He hecho cosas constructivistas, pero no era lo que yo más sentía. Me quedó una férrea disciplina, y una actitud casi religiosa en el trabajo. La paleta baja, seguramente. Y cierta exigencia en la estructura del dibujo.
-¿Cómo te influyó la obra de pintores italianos como Giorgio de Chirico y Giorgio Morandi?
-Los conocía de ver sus obras en los museos. Mucha gente me ha dicho que en mi obra se siente que soy italiana. La italianidad de alguna manera está metida en mí. Hay cierta cosa metafísica, hago una reducción, y eso expresa más lo que quiero decir.
LOS OBJETOS.
-¿Cómo fue que empezaste a exponer?
-Yo estaba con un grupo de mujeres, y expuse dos o tres obras en una colectiva en la Galería Moretti. La galería me quería, y me invitaron a hacer una muestra, la primera de mi vida, en 1971. Volví a exponer allí en 1973.
-En esa época comenzaste a trabajar con series. ¿Cómo fue?
-Mi hija se había casado, y por el trabajo del marido se había ido a vivir a Paysandú. Entonces yo agarraba el coche y viajaba a Paysandú. Cuando llegaba a casa, de noche, pintaba pequeños caminos, y más caminos. Hice sesenta y pico, y los expuse en 1976 en la muestra “Hay varios caminos”.
-¿Por qué, como en Morandi, se convirtieron los objetos en tu motivo principal?
-A propósito de eso, el crítico Roberto de Espada me dedicó un poema que se refiere a mis objetos. Entre otras cosas escribió: “Una lección de amor. La mirada desde los utensilios menudos… A pinceladas recréalos, transpórtalos…”. Sentí la necesidad de pintar mi mundo, porque en el año 1977 estábamos viviendo una época de gran temor.
-¿Se debía a la situación durante la dictadura?
-Sí, era por la dictadura, durante el régimen militar. Todo eso es una historia muy larga. No tuvimos más remedio que irnos. Era nuestra segunda emigración. Yo sentí que eso iba a suceder, y durante ese año pinté “Las horas”, una serie de todas las horas de mi día representadas por los objetos: la luz que me despertaba, la taza del desayuno, el libro, el teléfono con el que iba a llamar. Se me impuso, pinté muchos objetos, y fue entonces que empezaron a sentir que yo estaba “morandiana”. El subtítulo de la serie fue “Un día cualquiera de mi vida antes del 7 de mayo de 1977”, el día que nos fuimos -como quien dice en buen criollo- “rajando”.
SEGUNDA PARTIDA.
-¿Adónde se fueron?
-A Brasil. La verdad es que fue un exilio, pero muy gozable. Nos acogieron con gran simpatía. Pronto tuvimos amigos, y tuve la oportunidad de mostrarle obras a Bardi, el director del Museo de Arte de San Pablo. Era italiano, y había fundado la Galería Il Milione en Milán, donde lanzó a Morandi y otros grandes italianos. Le llevé fotos de mis obras. Luego fue a mi taller y me planteó hacer una muestra en el museo. Casi me desmayo. Y después me sucedieron otras cosas maravillosas.
-¿Expusiste en Brasil? ¿Quedó obra tuya allá?
-Hice dos muestras individuales en el Museo de Arte de San Pablo, y expuse en la Galería Dan de San Pablo y la Galería Bonino de Río de Janeiro. Hace poco recibí una carta donde me dicen que habían incluido una de mis obras en una muestra por los sesenta años del museo. Estaba colgada junto a una de León Ferrari y frente a obras de Picasso y Matisse. Parece chiste, pero por suerte hay documentación fotográfica.
-¿Continuaste con las series?
-Sí. Cuando terminé “Las horas” -en realidad algunas de las obras las terminé en Brasil- un día observé mi mano sosteniendo una taza. Me dije que esa visión de mi mano era sólo mía. Entonces empecé a pintar las partes de mi cuerpo que yo veía, e hice como un gran autorretrato por partes. A esa nueva serie la llamé “Soledades”.
-¿Qué pasó cuando cayó la dictadura en Uruguay?
-Nos volvimos. Pero nos costó dejar Brasil. Con decirte que el año pasado, cuando después de treinta años volví a exponer en la Galería Dan, contacté a mis amigos, y era como si nunca los hubiéramos dejado. Fue una maravilla.
SERIES E INSTALACIONES.
-Ya de vuelta en Uruguay, ¿continuaste con las series?
-Sí, seguí pintando, e hice cosas locas, que es lo que me gustaba. Trabajé mucho. A fines de los 80 pinté lo que llamé “Encuentros”: hombres que se encuentran con hombres, que enfrentan hombres, que asaltan hombres. En el año 1990 pinté la serie “El Peñasco”, cuyo motivo fue nuestra casa en Maldonado, que está sobre un peñasco. Es una casa metafísica, cuando la vi por primera vez me dio un poco de miedo. También hice la serie “La valija”. Pero no se trataba de la valija del viajero, sino una valija que tenía guardada, pero que evité durante mucho tiempo. Porque sabía que estaba llena de cosas de familia que me iban a provocar recuerdos y tristezas. La abrí y fui pintando las cosas que sacaba. Finalmente la pinté con todo afuera. Como un exorcismo.
-¿Cómo surgieron las instalaciones?
-Hacia el 2000 hice “El gran biombo”. La idea de la obra era representar mi casa. Yo pinto siempre cosas autobiográficas, porque es lo que conozco un poco más. Quiero pintar las cosas no por lo que son, sino por las emociones que me causan. Esa cosa misteriosa de, por ejemplo, un rincón de la casa donde en algún momento tuve una emoción. Sentí la necesidad de hacer varias vistas, impresiones de mi casa por fuera y por dentro. Y la manera de mostrarla toda junta era armar ese biombo, que llegó a ser de catorce paneles pintados por los dos lados.
-¿Qué dimensión tiene el biombo?
-Cada panel es de 65 centímetros de ancho por 183 de altura, como una puerta. La obra tiene una gracia muy especial, porque los paneles están unidos con bisagras, se pueden mover, lo que produce cosas muy interesantes. A un panel lo podés mirar con los dos vecinos, pero también con uno mucho más allá, según lo dispongas. Quedó muy interesante.
-¿Dónde lo mostraste?
-En la sala del Ministerio de Educación y Cultura de la calle San José -que justo había sido remodelado por mi hija Martha: Linda y Martha Kohen juntas, una gran emoción-, y después en el Centro Cultural Borges de Buenos Aires.
-¿Cómo continuaste trabajando con el espacio?
-Me siguieron surgiendo ideas frescas, vitales, como la de “El laberinto”. Yo había hablado con Osvaldo Reyno para que me ayudara a hacer un laberinto, pero entonces quedó en la nada. La idea me seguía persiguiendo, y quería realizarla. Un día, en 2004, hablando con Jorge Abbondanza, le expliqué lo del laberinto, aunque sabía que iba a ser muy complicado. Abbondanza me dijo que no me iba a permitir no hacerlo, y que iba a ser mi curador. Yo diría que el “El gran biombo” fue el papá de “El laberinto”. La idea del laberinto es obvia, siempre hubo laberintos, y han tenido todo tipo de significados.
-¿Cómo era el laberinto?
-Lo pude hacer en 2005 gracias al apoyo que me dieron mis amigos. Estaba compuesto por ciento noventa y siete paneles de 90 centímetros de ancho por 260 de alto. Era enorme. Fue instalado en la sala principal del Centro Cultural de España, y se entraba directamente. Era totalmente negro, sin figuras, y ambientado con una música especial de Coriún Aharonián. Quería expresar esa cosa terrible de que en cada momento de la vida tenemos que decidir algo. Es pesado. Quería mostrar la vivencia de tener que decidir hacia dónde ir, una metáfora de la vida. Hacer pensar en que muchas veces tenés que dar vuelta atrás y empezar de nuevo. O tragarte el temor e ir adelante. Había varios caminos posibles, era un poco filosófico. Hubo gente que no lo aguantó, que tuvo miedo. Pero también tuvo una cosa muy linda: los chicos del barrio no se querían ir nunca, se divertían como locos.
-¿Cuáles son algunas de tus series más recientes?
-Después del biombo y el laberinto pinté “La mesa”, “Las perspectivas”, “La cama”… La serie de las mesas tiene muchas facetas, sobre todo porque las mesas están todas vacías. He hecho muchas perspectivas. Perspectivas de edificios y cuartos, con espacios vacíos y puertas abiertas. La serie de las camas la expuse en la galería La Puerta de San Juan. Mostré camas, sólo camas. Mis camas son muy austeras, aunque muy especiales, porque por primera vez usé la técnica del collage. En algunas de las obras agregué trozos de sábanas. Telas pegadas sobre el lienzo, y luego pintadas. En el texto de uno de mis catálogos escribí algo muy obvio: que la cama es sumamente importante, porque en ella nacemos, amamos, morimos.