LAPIDACIONES: EL NEOLITICO EN EL SIGLO XXI

06/Sep/2010

Daniel Vidart, La República

LAPIDACIONES: EL NEOLITICO EN EL SIGLO XXI

LAPIDACIONES: EL NEOLITICO EN EL SIGLO XXI
Por Daniel Vidart |*|
La lapidación deriva su nombre de lapis, piedra o guijarro, en latín. Este suplicio, institucionalizado a partir de las tinieblas del neolítico, condena al reo a morir apedreado por toda una multitud vociferante.
Y si es cruel la metodología lo es más la sinrazón de los motivos: por ejemplo, una muchacha violada debe ser sometida a este suplicio. No importa que la pobrecita se haya resistido: la pérdida del himen condena a su familia al escarnio, a la vergüenza, al rechazo de la comunidad. Sólo la muerte puede redimir la deshonra. Pero no sólo las violadas son sometidas a esta práctica. Ella abarca múltiples delitos y comprende a los dos sexos. La lapidación es común en países islámicos e islamizados: Afganistán, Indonesia, Irán, Pakistán, Yemen, Nigeria, Egipto, Bangla Desh, Tailandia, Siria, Irak, Filipinas, Egipto, Eritrea, Etiopía y Sudán. En la antigüedad su área desbordaba las tierras bíblicas. Europa la conoció durante la Edad Media. Subsistió en España hasta la época de Alfonso X el Sabio quien, la hizo desaparecer en todos los casos salvo en el de la unión de una cristiana con un musulmán. Ryley Scott prueba que en Inglaterra se lapidó hasta el siglo XVIII (History of torture and death, London, 1969). Hoy en día las mujeres musulmanas residentes en Europa que “pecan”, ya por practicar el adulterio, ya por sufrir una violación, ya por atreverse a tener amores con algún no musulmán, son enviadas a sus países de origen. Allí serán ajusticiadas por su ofendida parentela. Se ofrecen cifras, por cierto escalofriantes, del contingente anual de repatriadas y condenadas, pero como no tengo modo de confirmarlas, las silencio. Y en cuanto a las musulmanas lapidadas en sus países de origen, nadie da cuenta a los mass media de las ejecuciones cumplidas en aldeas y poblados remotos.
En busca de las raíces étnicas de las penas de muerte cabe recordar las ejecuciones cumplidas en el Egipto islamizado y a las ordenadas por los soberanos persas antes de la llegada de los nuevos señores islámicos.
No es inocente esta elección. Egipto no niega su pasado de crueldad a manos de los sucesivos conquistadores. Y en Irán los cimientos de su historia se estremecen todavía con el temible rugido del león persa. Y no es un león de papel el que hoy guardan en sus muy escondidas entrañas las centrales atómicas.
En el área geográfica conquistada por los árabes, que fue inmensa, se utilizaron, junto con la decapitación por el sable, otros macabros procedimientos. En Egipto se recurría, según la gravedad del crimen, al istilham, es decir, al despedazamiento en vivo del infractor por parte del verdugo.
Los asesinos alevosos eran sometidos al chamgat, cuyo proceso, según cuenta el sheik Muhammad Ben Umar, era el siguiente: “se llena un recipiente poco profundo de estopa empapada con pez y brea, se atan los brazos del condenado a un palo que pasa por el pecho hasta llegar a la punta de los dedos y se le coloca en el cuello una argolla de hierro de la que penden cuatro o cinco cadenas. Luego se cubren el rostro y el pelo con sustancias inflamables. Se viste al condenado con ropas previamente sumergidas en resina y se le sienta en el dicho recipiente, el que, a su vez, es atado a la silla de un mehari [el dromedario, camello de una sola giba]. Se pone al animal de pie, y se les da fuego a las mechas untadas con resina que van atadas al bastón y al último eslabón de las cadenas”. Cuando el condenado, ya en llamas, comienza a gritar, se inicia el paseo por las plazas, los zocos y las calles de la ciudad. Maravilloso espectáculo por cierto.
Veamos ahora un texto que narra las ejecuciones practicadas por los persas, antepasados étnicos de los actuales iraníes: “El despotismo inventó en Oriente, sobre todo entre los persas, tormentos extraordinarios. Ciertas personas eran ejecutadas por sofocación: encerradas en un reducido recinto lleno hasta la mitad de ceniza que una rueda aventaba, acababan por morir asfixiadas. A los condenados se les desollaba vivos, o se les arrancaban los ojos, llenando luego las órbitas de ceniza ardiente, a fin de aumentar el dolor. Cambises condenó a un juez prevaricador a un tormento de este género y la piel del paciente, después de curtida, sirvió para cubrir la silla en la que luego se sentó el sucesor del ejecutado… En esto los persas imitaban a los asirios…” (F. Nicolay, Historia de las Creencias, Buenos Aires, 1947, p.508)
La inventiva sádica de los hombres es infinita. En el área ocupada por los pueblos semíticos se utilizaron métodos de inusitada crueldad. Basta con leer la Biblia. La lapidación era la más común de las penas y en el Deuteronomio y el Levítico se detalla en qué casos y con qué procedimientos se efectuaba. La primera piedra debía ser arrojada por el denunciante del delito. Jesús se refirió a esta costumbre en el caso de la mujer adúltera: “quien esté libre de pecado que arroje la primera piedra…”. Pero no es en los Evangelios donde hay que buscar la enciclopedia de la vesania, sino en el Antiguo Testamento. A los siete heroicos hermanos macabeos, los griegos triunfantes los asaron uno tras otro en una parrilla, luego de ser lentamente destazados. En la Mishná IV, 237, se recuerda que en cierto tipo de delitos se condenaba al criminal a ser recubierto con estiércol para que así, en medio de la inmundicia, su boca fuera llenada con plomo derretido.
Pero no nos alejemos de la lapidación, un molesto asunto que callan los secretos admiradores de Osama Bin Laden que están entre nosotros. En tal sentido nos atenemos a una noticia muy reciente: el universal repudio provocado por la anunciada lapidación en Irán de Sakineh Mohamadi Ashtiani, una mujer de la minoría azerí, cuyo abogado ha movido cielo y tierra para salvarla. Aún no fue ejecutada: ha sido muy grande la grita internacional.
Esta desdichada cometió adulterio. En el Código Penal iraní se considera al adulterio como “un crimen contra Dios”, cuyo castigo son cien latigazos en el caso de infractores solteros. Pero si están casados no escaparán a la lapidación. Aclara el art.102 que si el condenado es varón “será enterrado hasta la cintura”, y si es mujer “hasta arriba del pecho”, no sea que se le vean los senos, una ofensa para los pudorosos ejecutores de la pena. Pasemos al art.104. Allí se hace una eficaz recomendación: a los reos semienterrados se les arrojarán “piedras que no sean demasiado grandes como para matar inmediatamente ni demasiado pequeñas como para no ser consideradas piedras”. De tal modo la muerte ha de sobrevenir, para piadoso regocijo de los verdugos, ni muy temprano ni muy tarde, y, aunque no se dice en el frío texto legal, con dolor insoportable y desesperación creciente.
Es de sospechar que tanto la decisión del Califa Umar, quien implantó por su cuenta la lapidación, poco después de la muerte de Muhammad, así como la ley de los ayatolás iraníes, han traicionado la letra y el espíritu del Corán. Este, al referirse al zina, el adulterio, expresa en la azora XXIV.2: “A la adúltera y al adúltero dadle a cada uno de ellos cien azotes”. Y nada más, ni nada menos… Tal desvío del mandato divino parece no perturbar a los gobernantes de Irán. Ellos suponen que tienen el Paraíso asegurado. Quizá no sea ese el inescrutable designio de Alá, que es “grande y misericordioso”.