La voz de los sobrevivientes

10/Ago/2010

"Lo esencial es dejar un testimonio", decía Ana Vinocur

La voz de los sobrevivientes

Ana Vinocur: “No importa en qué forma, lo esencial es dejar un testimonio, una huella de lo que ocurrió en pleno siglo XX; es un legado que debemos a las futuras generaciones”

Chil Rajchman: “Sobreviví para testimoniar sobre el impresionante matadero que fue Treblinka”

Víctor Frankl (psicólogo y sobreviviente): “Todo lo que amamos se nos puede arrancar, lo que no se nos puede quitar es el poder elegir qué actitud asumir ante estos acontecimientos”.

Lila Rajchman: “Ellos pensaron que habíamos muerto, pero aquí estamos. Vivos y listos para trasmitir de generación en generación – siempre – la historia de nuestro dolor y de nuestro martirio”

Los testimonios de las víctimas necesitaron transitar por un proceso de dolorosa elaboración. Durante las primeras décadas posteriores a 1945, esos hombres y mujeres se sumieron en el silencio como una forma superior de piedad hacia sí mismos y hacia los demás, mezclados con sentimientos de temor a hablar, aún sabiendo la importancia que tenía el trasmitir las humillaciones e incertidumbres que les tocó vivir.

Los sobrevivientes sentían que les faltaban palabras para trasmitir la dimensión del horror vivido. Aludían a la dificultad de encontrar referentes apropiados en el lenguaje que pudieran traducir a un código humano, experiencias traumáticas del orden de lo impensable. No “querían” o no “podían” contar, y los hijos y el colectivo social no “podía” o no “quería” oir, sin atreverse a preguntar ni a preguntarse. Y así, los sobrevivientes se sumieron durante décadas en el silencio, como se cae en el vacío, en un agujero negro, en un sueño. Se sentían indefensos en presencia de su propia vulnerabilidad ya que el recuperar la memoria para los demás, exigía realizar el camino desde sí mismo hacia el otro.

“Los que estuvimos allá, nunca vamos a poder salir de ahí, los que no estuvieron, nunca van a poder entrar…” “…Tan pesada era mi angustia que hice una promesa, no hablar por lo menos por el tiempo suficiente para aprender a escuchar las voces que lloraban dentro de la mía…” (Elie Wiesel)

“Quizás el duelo de una generación no es suficiente y tiene que continuar por muchas generaciones venideras”. (Judith Kestemberg, investigadora)

Este silencio fue dañino para el bienestar psicológico de los sobrevivientes, así como para su integración a una nueva sociedad que desconocían. El silencio intensificaba el sentimiento de aislamiento y constituía un nuevo obstáculo en el proceso de duelo.

“Guardando silencio, actuamos exactamente como querían los nazis: como si nada pasara”. (Bruno Bettehlheim, psicólogo y sobreviviente).

Las víctimas debieron esperar el tiempo de cicatrización de un duelo difícilmente elaborable y como un intento de sublimación y reconstrucción de ese pasado, los testimonios finalmente vieron la luz.

“Mucho me ha costado revivir todo esto. ¿Por qué lo hice? ¿Por qué tenía necesidad de hacerlo? ¿Qué me empujó a seguir? ¿Por qué los nazis niegan que todo esto pasó? … tal vez he escrito lo que he vivido para que ésta sea la flor que nunca pude colocar en la tumba inexistente de mis padres y de dos de mis hermanos”. (Johanna V. Spinak).

Primo Levi al llegar a Auschwitz expresó: “Nuestro idioma carece de palabras para expresar esta ofensa, esta demolición del hombre”.

Edward E. Murrow: “Ruego que crean lo que he dicho sobre Buchenwald. He informado lo que he visto y oído, pero solamente una parte; para la mayor parte de ello, no tengo palabras”.

Michael Guilat: “cuando conté lo que me había sucedido, no me creyeron: fui azotado 80 veces en el campo de concentración, sobreviviendo milagrosamente, y ese descreimiento fue el azote 81” (título de una película israelí que más tarde se realizara).

Primo Levi: “la sociedad estaba dispuesta a escuchar durante esos años duros de la posguerra sólo historias de heroísmo, pero no de miserias”… “Querían hazañas de héroes …”.

Jorge Semprún comentando el clima social hallado a su regreso de Buchenwald: “… sólo encontraba dos tipos de actitudes entre la gente con que me encontraba. Unos evitaban preguntar, tratándote como si regresaras de un viaje trivial por el extranjero. ¡Así que ya te tenemos de vuelta!.

Pero lo que sucedía es que temían las respuestas. Estaban horrorizados pensando en la desazón moral que éstas hubieran podido provocarles.

Otros preguntaban montones de cosas superficiales, estúpidas, del estilo de: ¿qué?, fue duro ¿no?

Pero si les contestaba, incluso sucintamente, desde lo más verdadero, lo más profundo, opaco, indecible de la experiencia vivida, se volvían mudos. Se desasosegaban. Movían las manos, invocaban cualquier divinidad tutelar para no pasar de ahí, y se sumían en el silencio. Ni unos ni otros preguntaban para saber. De hecho, preguntaban por urbanidad, por cortesía, por rutina social. Porque había que convivir con ello, o simularlo.

En cuanto la muerte aparecía en las respuestas, ya no querían oir ni una palabra más. Se sentían incapaces de seguir escuchando”.

Robert Antelme: “lo que teníamos para decir empezaba a parecernos inimaginable. Esa desproporción entre la experiencia que habíamos vivido y el relato”.