La “culpa” de la víctima o la irresistible tentación del apaciguamiento

05/Feb/2015

Por Manuel Tenenbaum

La “culpa” de la víctima o la irresistible tentación del apaciguamiento

Uno de los legados más perversos que el siglo XX
transfirió al actual fue la tendencia, ante hechos aberrantes y atroces, a
hurgar en la conducta de las víctimas, muchas veces incluso antes de calificar
debidamente las agresiones de los victimarios. Por increíble que parezca a un
espíritu lógico, junto con la condena eventual del agresor salta la pegunta
infame referente a lo que hizo la víctima o, peor aún, el “por algo será”
habitual. Este tipo de actitudes, demasiado frecuentes lamentablemente,
entroncan con cierta inconfesable complacencia por lo ocurrido y el deseo de
ponerse a cubierto de hipotéticas represalias de las fuerzas agresivas.

La historia está llena de
ejemplos nada honrosos para sus protagonistas. Cuando Hitler asumió el gobierno
en 1933 y de inmediato se encaminó al poder absoluto, destruyó la
institucionalidad alemana y comenzó una salvaje persecución contra los
ciudadanos judíos y los alemanes no conformistas. En las democracias
occidentales se pasó por alto esos sucesos y reinó la tranquilidad argumentando
que después de todo el Führer se había convertido en canciller de manera legal.

La reacción de los gobiernos de Occidente consistió en
concederle a Hitler el tratamiento de un estadista normal y de buscar acuerdos
diplomáticos con él, tomando por buenas sus promesas pacifistas. Compraron
“pescado podrido” y mientras tanto el Tercer Reich se rearmó en secreto y
construyó una formidable máquina bélica con el fin de articular una política
expansionista y en definitiva de imponer su hegemonía en Europa. Los estadistas
occidentales no ignoraban este desarrollo, pero preferían no alterar el sosiego
de sus países con advertencias incómodas. En el fondo creían que se había
tratado demasiado severamente a Alemania en la Paz de Versailles y que muchas
de sus reivindicaciones eran justas. Las atrocidades del régimen, la anulación
de la sociedad civil y el antisemitismo rampante no conmovieron. La consigna
era “Quieta non movere”, tranquilidad a cualquier precio. Eran los tiempos de
Baldwin y Chamberlain, de Chautemps y Bonnet.

El 7 de marzo de 1936 Hitler remilitarizó a Renania en
violación flagrante de los tratados de Versailles y de Locarno. Francia hizo el
gesto de intervenir, Inglaterra le retuvo el brazo. Como hoy se sabe, fue la
última oportunidad para detener al nazismo sin una guerra general. Occidente
durmió. A partir de este momento Hitler resultó imparable. Primero absorbió a
Austria y los occidentales se consolaron aduciendo que al fin y al cabo los
austríacos hablaban alemán. Después acosó a Checoslovaquia y para “salvar la
paz” Chamberlain y Daladier le impusieron a este país democrático la cesión de
la región de los Sudetes,tranquilizándose con la idea de que vivían allí
alemanes. Siguió con Lituania arrancándole Memel. Se aseguró el petróleo rumano
con un pacto comercial leonino. Se alió con Stalin y los dos se repartieron
Polonia y los países bálticos. El primero de setiembre de 1939 la agresión a
Polonia obligó, por fuerza de sus opiniones públicas, a Inglaterra y a Francia
a declarar la guerra. Aun así en ambos países sectores derrotistas se
ilusionaban con entenderse con Hitler y detener la guerra. Qué importaban
Austria, Checoslovaquia, Polonia, los judíos y los demócratas alemanes. Nada.

Detrás de la aparente ceguera política anglo-francesa y
del aislacionismo estadounidense se ocultaba no solo la cobardía para afrontar
la realidad internacional, sino también el no total disgusto con la obra
hitleriana en Alemania y su potencial contención del comunismo. El filonazismo
y el filofascismo abarcaban sectores importantes de las élites y de la
población en general. En mayo de 1940 con Francia derrotada y ocupada y Gran
Bretaña bajo amenaza de invasión, en el gobierno inglés había ministros que
proponían solicitar las condiciones de paz al enemigo. Fue el mérito de Winston
Churchill haber denunciado la verdadera naturaleza y los propósitos del régimen
nazi y decidido que la meta primera era erradicarlo de la faz de la tierra,
cueste lo que cueste.

La política de negación y apaciguamiento frente a los
sistemas inciviles tuvo también su expresión en la cerrada obstinación de los
simpatizantes e intelectuales de izquierda a reconocer la realidad del Gulag
soviético y los genocidios de clase y étnicos del stalinismo. Algunos los
niegan hasta el día de hoy, a pesar de la montaña de evidencias. Jean Paul
Sartre admitió al final de su vida que había mentido sobre la URSS para “no
hacerle el juego a la derecha”. Los filototalitarios mintieron todos. Sus
razones fueron la ideología, la comodidad y el desprecio por millones de
víctimas, en las que siempre creían encontrar alguna causa para su destino
fatal.

En la actualidad la historia se repite. Cuando el más
despiadado de los terrorismos se cobra la vida de inocentes ciudadanos, no poca
gente piensa que a los terroristas no hay que provocarlos y que algún motivo
existe para su afán vengativo. Se opina que se debe limitar la propia libertad
para no desafiar al mundo de la violencia y del terror. Es triste reconocerlo,
pero no son pocos en Occidente los que calladamente sintieron “schadenfreude”
[alegría con el mal ajeno] ante el ataque a las torres gemelas en New York y en
Washington; los ataques en el ferrocarril de Madrid y en el subte de Londres y
desde luego con el antisemitismo reforzado en el mundo y las agresiones contra
el Estado de Israel.

La media, la academia, ciertos intelectuales y activistas
no se caracterizan por estar desempeñando un papel honorable en defensa del
valor moral supremo: la intangibilidad de la vida humana. Hay vidas que en
último análisis les resultan indiferentes o dispensables.

La cultura occidental está bajo ataque, pero a su vez
países occidentales se muestran tibios en apoyar a Israel y propensos a ayudar
a sus enemigos. Se olvida la permanente e implacable beligerancia que sufre el
Estado judío. Parecería que en el mundo no hay más refugiados que los palestinos,
cuidadosamente conservados por sus hermanos de fe como trofeos de opinión
pública y arietes antiisraelíes.

El mundo no sabe y no quiere saber que, en 1947, 850.000
judíos fueron saqueados, perseguidos y expulsados violentamente de los países
árabes e Irán, provocando la extinción de comunidades milenarias. Un Israel
naciente, frágil y pobre todavía, no tardó en convertirlos en ciudadanos dignos
y autosuficientes, no más refugiados.

En una decisión histórica el Parlamento de Israel
resolvió denunciar ante el mundo este crimen contra comunidades inocentes y
decretó que el 30 de noviembre de cada año (día siguiente al de la decisión de
la ONU de partir Palestina) se recuerde la expulsión de los judíos de los
países árabes e Irán, que comenzó precisamente enseguida después de la votación
del 29 de noviembre de 1947.

Cuando se reflexiona sobre la historia contemporánea de
los apaciguamientos, no se puede menos que pensar que la hostilidad antiisraelí
y el antisemitismo conexo se deben a que el Estado judío sigue su camino
propio: no subestima ni apacigua a sus enemigos por falsa comodidad o seguridad
y en cambio se defiende sin concesiones con la fuerza y el sacrificio de su
población y la justicia moral de su causa.