Imágenes y realidad

08/Dic/2016

Búsqueda- por Marcos Cantera Carlomagno

Imágenes y realidad

Hitler sigue de moda y el nacionalismo extremista también, como lo demuestra el resultado electoral en algunos países occidentales. Sobre lo último, hay muchas cosas para decir. Sobre lo primero, quisiera subrayar algo que me parece central, debido a la imagen que se cultiva del líder nazi.
Uno de los errores más comunes y graves cuando se habla de Hitler es su caracterización como antisemita, como si este elemento fuese un rasgo propio —e incluso único— del nacionalsocialismo. Por el contrario, Hitler nació y creció en una época en la cual el antisemitismo estaba profundamente arraigado. La prensa, los libros, el discurso público en la Europa central y oriental de fines del XIX chorreaban antisemitismo.
Gran Bretaña había encontrado “la solución final” expulsando a los judíos ya en 1290. España, por su parte, había arrancado “el problema” de raíz, combinando la expulsión de los judíos en 1492 con su ulterior persecución mediante la Inquisición.
El antisemitismo era tan profundo como generalizado en gran parte del continente cuando Hitler nació en 1889, y sin embargo el futuro Führer tardó más de 30 años en convertirse en antisemita. Al igual que cientos de millones de personas, Hitler estaba convencido de que los judíos eran un elemento extraño y peligroso en la sociedad.
Combinado con el sentimiento de revanchismo contra Francia e Inglaterra por el contenido del tratado “de paz” de 1919 y la promesa de una nueva época de grandeza para la ultrajada Alemania, el antisemitismo fue una de las varias patas que sostenían el andamiaje ideológico del nacionalsocialismo, aunque sin duda alguna su más vistosa y conocida debido a las dimensiones monstruosas del Holocausto.
Un excelente ejemplo de lo que pretendo ilustrar nos lo ofrece Thomas Mann, el más importante escritor alemán del siglo XX y Nobel de Literatura en 1929. El autor de Los Buddenbrook, Muerte en Venecia y Doctor Fausto fue desde temprano un convencido antinazi. Ya en 1898, cuando Hitler era un niño, Mann rompió su colaboración con el periódico en el cual escribía debido al notorio antisemitismo del mismo y comenzó a colaborar con el legendario Simplicissimus.
En 1904, Mann se casó con una judía. Con ella tuvo seis hijos, de los cuales tres fueron importantes escritores. Ante el avance del nazismo, Mann desplegó una fuerte actividad intelectual destinada a frenar ese movimiento, que consideraba “de un primitivismo insoportable”. Cuando Hitler tomó el poder en 1933, el escritor y su familia abandonaron Alemania. El Reich quemó sus libros públicamente, le confiscó todos los bienes y le retiró la ciudadanía.
Republicano, liberal, demócrata y amigo de los judíos: así se puede definir a Thomas Mann. Pero estos elementos no lo hacían inmune al profundo antisemitismo estructural de la sociedad europea a caballo de los siglos XIX y XX.
La enorme crisis económica que hundió a Alemania en una ola de legendaria hiperinflación y altos niveles de desocupación, con suicidios en masa y millones de personas que perdieron todas sus pertenencias, fue una oportunidad dorada para quienes estaban en condiciones de comprar barato y acumular inmensas riquezas, o para quienes se dedicaron al préstamo y la usura a tasas de interés siderales gracias a sus posibilidades de conseguir moneda extranjera.
La imagen del prestamista y especulador que se enriquecía a manos abiertas a costa de quienes estaban económicamente ahogados tomó rápidamente los rasgos del judío. Esta fue una característica social notable varios años antes de la toma del poder por parte del nazismo.
Thomas Mann, a pesar de sus valores señalados, participó de la condena general contra los usureros. En una descripción que hizo en la década de los 20, escribió: “El hombre, un judío rubio y elegante de treinta y pocos años, con monóculo y manos blancas y gordas que habían pasado por la manicura, vestido con un buen sobretodo y zapatos bien lustrados, era un magnífico representante de la clase de chupasangres internacionales”.
Judío, usurero e internacionalista: estos tres elementos, fuertemente arraigados en el imaginario de la sociedad europea, formaban parte de la vida cotidiana de las gentes. Eran una característica de la realidad. Hitler no precisó explicar o inventar nada: simplemente se aprovechó de lo que encontró al fin de la I Guerra Mundial para construir un formidable movimiento de masas.