El sionismo sigue siendo una lucha por la libertad

06/May/2022

Oriente Medio News- por Bret Stephens

Oriente Medio News- por Bret Stephens

“Que Israel es una nación descolonizada, liberada del imperialismo al igual que lo fue Kenia o Indonesia, es un hecho que yace enterrado en la mayoría de las conversaciones sobre el estado judío. Pero esto es importante. Es un recordatorio de cuán normales son los problemas de Israel dadas las circunstancias en las que nació, y de cuán notables han sido sus logros, cuando se ven en el contexto histórico correcto. Y es un testimonio de lo que es el sionismo: un intento de liberar a los judíos no solo del dominio extranjero sino también de las ideas extranjeras.”

Cuando las Naciones Unidas fueron fundadas en 1945, contaban con sólo 51 estados miembros. Hoy, hay 193 países miembros de la ONU. La mayoría de los nuevos estados nacieron de los procesos gemelos de descolonización y las llamadas luchas de liberación nacional.

Entre los primeros estaba Israel.

La trayectoria posterior de la mayoría de los países descolonizados no ha sido feliz. Desde Afganistán hasta Zimbabue, su política ha estado marcada por el despotismo, la anarquía o la guerra civil; sus economías por la cleptocracia, la mala gestión y la indigencia; su dinámica social por la lucha étnica, el fanatismo religioso y la opresión de las mujeres. Son países de los que la gente huye: más de un millón de refugiados de Birmania; 2,6 millones de Afganistán; 3,4 millones de Zimbabue. Son países en los que la gente muere: se estima que 2 millones de civiles murieron en la guerra de Biafra de 1967-1970; hasta 3 millones en el genocidio de Bangladesh de 1971; al menos 1,5 millones en los campos de exterminio de Camboya entre 1975 y 1979; unos 800.000 en el genocidio de Rwanda de 1994; otros 5,4 millones en la Segunda Guerra del Congo de 1998-2003.

Israel también ha estado marcado por conflictos sectarios y étnicos, desde los primeros días del Yishuv hasta los disturbios intercomunales del 2021. Este es un hecho que sus críticos a menudo pretenden que es único, y excepcionalmente horrible, mientras que ha sido principalmente la norma trágica en todo el mundo.

Sin embargo, en otros aspectos, el estado judío ha sido la notable excepción: prácticamente el único estado poscolonial que ha florecido con la independencia. Israel se clasifica regularmente como uno de los países más felices del mundo, detrás de Australia, pero por delante de los Estados Unidos. Casi 500.000 judíos han hecho aliá (inmigración a Israel) solo en los últimos 20 años. El producto interno bruto per cápita supera al de Gran Bretaña y Francia. Su base económica está orientada hacia tecnologías orientadas al futuro. Es un ancla de la seguridad regional de la que dependen sus vecinos: Jordania por el agua de Israel; Egipto por las capacidades de inteligencia de Israel; Arabia Saudita y los Estados del Golfo por las herramientas que aporta en la lucha contra Irán. Y ha logrado hacer todo esto mientras mantiene, aunque imperfectamente, las instituciones democráticas, el estado de derecho y la capacidad de vivir con sus diferencias partidarias y religiosas.

Que Israel es una nación descolonizada, liberada del imperialismo al igual que lo fue Kenia o Indonesia, es un hecho que yace enterrado en la mayoría de las conversaciones sobre el estado judío. Pero esto es importante. Es un recordatorio de cuán normales son los problemas de Israel dadas las circunstancias en las que nació, y de cuán notables han sido sus logros, cuando se ven en el contexto histórico correcto. Y es un testimonio de lo que es el sionismo: un intento de liberar a los judíos no solo del dominio extranjero sino también de las ideas extranjeras.

Exploremos estos puntos uno a la vez.

Los académicos especializados en la descolonización del siglo 20 están de acuerdo en una cosa: fue un desastre.

La partición que dividiría a la India de Pakistán, la frontera trazada con cinco semanas de anticipación por un funcionario inglés llamado Cyril Radcliffe, un hombre que nunca había visitado el subcontinente, resultó en un número de muertos estimado en hasta 2 millones de personas, así como el desplazamiento forzado de otros 14 millones. La lucha europea por salir de África y Asia creó una gran cantidad de naciones cuyas nuevas fronteras rara vez correspondían a líneas étnicas, sectarias o tribales, lo que llevó a décadas de opresión y conflictos violentos.

Israel emergió del mismo proceso caótico. Las promesas a Israel de refugio nacional para al pueblo judío que se hicieron en la Declaración Balfour de 1917, se hicieron sólo para ser retiradas en el Libro Blanco de 1939. Políticas como las restricciones de la inmigración judía en tiempos de la segunda guerra mundial fueron caprichosas y crueles. El plan de partición propuesto para el Mandato de Palestina era inviable. Las fronteras impuestas al estado judío propuesto eran indefendibles. Inevitablemente, el resultado fue violento y caótico. Cualquiera que sea el punto de vista que uno tome del nacimiento de Israel, sus aciertos y errores, estaba en consonancia con las trágicas circunstancias de su época.

La mayoría de los estados poscoloniales han pasado décadas tratando de emerger de este tipo de escombros. Así como Israel nunca ha resuelto completamente las reclamaciones territoriales con todos sus vecinos, tampoco lo ha hecho Pakistán con la India (sobre Jammu y Cachemira), o Chipre con Turquía (sobre el norte de Chipre), o Armenia con Azerbaiyán (sobre Nagorno-Karabaj), o Marruecos con la llamada República Saharaui (sobre el Sáhara Occidental), o Georgia con Rusia (sobre Abjasia y Osetia del Sur), o, más recientemente, Rusia con Ucrania (sobre la propia Ucrania).

Una lista completa sería mucho más larga, pero esta ya proporciona una idea de cuán poco excepcional es realmente el conflicto árabe-israelí. Igualmente excepcionales han sido las razones por las que ha persistido durante tanto tiempo. Dondequiera que los grupos étnicos están atrapados en un conflicto, la competencia por el poder tiende a ser de suma cero. La lucha sectaria es especialmente difícil de resolver porque involucra sistemas de valores que se justifican a sí mismos, no son racionales y son propensos al fanatismo. Las fronteras son difíciles de pactar cuando involucran no solo tierra y recursos, sino también memoria y significado.

También existe una profunda tensión entre las reivindicaciones de identidad colectiva y las de libertad personal. Los estadounidenses pueden creer que las palabras «independencia» y «libertad» son indisolubles, si no intercambiables. Pero nunca ha habido ninguna garantía de que lo primero conduzca a lo segundo.

Mire usted de cerca la historia de la descolonización y verá que se trata principalmente de una historia de imperialismo extranjero que al retirarse da lugar a la tiranía local. Jomo Kenyatta ayudó a liberar a Kenia del dominio británico solo para presidir como tirano hasta su muerte. Lo mismo ocurre con los revolucionarios que derrotaron a los franceses en Argelia. Cada supuesto libertador dejó a su pueblo con aún menos derechos civiles, protecciones legales y libertades económicas en sus estados independientes de los que habían disfrutado bajo el dominio colonial.

El estado judío podría haber sucumbido fácilmente a la misma dinámica. En David Ben-Gurion, tuvo un padre fundador carismático que podría haber aspirado a un camino dictatorial. El papel prominente de los militares en la vida israelí, junto con la constante amenaza de invasión, ha dado a los generales una posición en la política limitada mientras que en otros lugares es materia de golpes de estado y dominio de juntas militares. Y el país siempre ha sentido la tensión entre las reivindicaciones de identidad y libertad. Esta tensión se encuentra en el corazón de controversias como la ley del estado-nación de 2018, el espacio de oración igualitario en el Muro Occidental, las leyes matrimoniales y la exención de los árabes israelíes del servicio militar.

Sin embargo, el compromiso de Israel con los valores democráticos y liberales para con sus ciudadanos ha sido resistente y profundo. ¿Por qué?

Parte de la explicación tiene sus raíces en la historia y el texto judíos. En el Génesis, las expectativas jerárquicas habituales de que la autoridad patriarcal pase de padre a primogénito se anulan constantemente, en la historia de Ismael e Isaac, y luego de Jacob y Esaú, y nuevamente con José y sus hermanos. El mérito (o favor divino), no la primogenitura, determina la aptitud de uno para liderar. En el Éxodo, la historia judía se convierte explícitamente en una lucha por la libertad. Y si bien la antigüedad judía tenía sus reyes y dinastías, también había una pronunciada corriente de desconfianza por el gobierno autoritario injusto, sea éste extranjero o nacional.

Luego está la historia de la diáspora. Shlomo Avineri ha observado que una paradoja de la política judía en el exilio es que la ausencia de soberanía judía, combinada con la exclusión de los judíos de la sociedad gentil, condujo a un notable grado de autogobierno dentro de la vida comunitaria judía. Los rabinos eran frecuentemente elegidos, no nombrados por autoridades eclesiásticas distantes. Los impuestos eran recaudados y gastados por funcionarios comunales que se reunían en consejos representativos. Se desarrollaron reglas para frenar el nepotismo y otras prácticas de autogestión. Las depredaciones del soberano gentil sirvieron como un recordatorio constante de los males del poder absoluto, al tiempo que cultivaban un instinto de disidencia política.

Flotando por encima de esto había una dimensión espiritual. Para muchas minorías religiosas y étnicas perseguidas, la experiencia de la opresión engendra dos emociones distintas: el deseo de pertenecer o el de vengarse.

Para muchos judíos de la diáspora, por el contrario, el deseo es ponerse en marcha y trabajar. El próximo año en Jerusalén, una frase que data del siglo 15 E.C., si no antes, es el deseo de un hogar que esté en otro lugar: un hogar que sea recordado, imaginado; un hogar que sin embargo, asombrosamente, existe. Anhelar Jerusalén es la idealización de un lugar. Anhelar Jerusalén el próximo año es la colocación de un ideal. Juntos, los dos aspectos de este anhelo unen el destino geográfico con la aspiración moral. Jerusalén, la ciudad, puede ser saqueada o reconstruida, evacuada o recuperada. Jerusalén, la metáfora, siempre se busca, y siempre está ahí.

Una cultura de anhelo puede conducir a diferentes tipos de política, incluyendo la utópica y la revolucionaria. Pero la otra cara del anhelo es la insatisfacción, y la política más natural de insatisfacción es la democracia. Todos tienen una queja, un sueño y una voz. Estas fueron las políticas que muchos de los primeros sionistas trajeron consigo de sus shtetls. Avineri señala:

Cuando algunos miembros de un grupo pionero decidieron establecer lo que finalmente se convirtió en el primer kibutz, la única forma conocida por ellos de hacerlo era tener una reunión, votar sobre la estructura propuesta, elegir un secretario y un comité. . . .  Y cuando finalmente no estuvieron de acuerdo, y algunos querían instituciones y arreglos ligeramente diferentes, estos disidentes fueron al otro lado de la colina y establecieron su segundo kibutz. Es por eso que tenemos a Degania Alef y Degania Bet.

Una sociedad caracterizada por el desacuerdo constante, rompiendo con el consenso y siguiendo su propio camino, creando tribus dentro de una tribu, a veces se ve tanto como una peculiaridad judía como una de las fallas paralizantes de Israel, la fuente de su polarización social y parálisis política. Pero es la fuerza definitoria de Israel. Considere algunos contrastes:

La idea de que alguien como Gamal Abdel Nasser o, más recientemente, Abdel Fattah al-Sisi, se instalaría como presidente vitalicio puede haber sido tristemente predecible dada la naturaleza faraónica de la política egipcia. La idea de que algo similar pueda suceder en Israel, a pesar de la estatura de un Ben-Gurión o las ambiciones de un Netanyahu, es absurda en una cultura política que valora los argumentos y los advenedizos.

En muchos estados poscoloniales, los gobernantes se aferraron al poder dispensando favores a su grupo tribal mientras discriminaban a sus enemigos tribales. En Israel, la naturaleza del estado como una reunión de exiliados ha significado una evolución constante con cada nueva ola de inmigración, comenzando con los primeros pioneros de Europa del Este, a la siguiente ola de fugitivos y sobrevivientes de Europa occidental, a los judíos orientales (mizrajíes) y refugiados etíopes, a los de habla inglesa que vinieron después de la Guerra de los Seis Días y los rusos que vinieron después del colapso de la Unión Soviética, y de ahí a argentinos, franceses y ahora ucranianos. Cada ola de inmigrantes ha traído consigo una nueva perspectiva y nuevos votos, lo que requiere que el resto del país se ajuste y evolucione.

En otros lugares, también, las élites tienden a provenir de orígenes sociales y entornos educativos particulares. En la India, por ejemplo, Jawaharlal Nehru asistió a Cambridge, su hija Indira Gandhi asistió a Oxford, su hijo Rajiv Gandhi fue a Cambridge y cada uno sirvió como primer ministro. En Israel, la primera generación de élites tendía a provenir de judíos seculares de izquierda de los kibutzim, que ascendieron en el ejército y el servicio civil: piense en Golda Meir y Ariel Sharon. Luego vinieron los judíos seculares de centro derecha de las ciudades, que se levantaron en los negocios y la política: piensen en Ehud Olmert y Benjamin Netanyahu. Ahora más judíos observantes, personificados por Naftali Bennett, están saliendo a la palestra.

El punto más amplio es que el sionismo, y el estado que creó, era una empresa de abajo hacia arriba, más horizontal que vertical en su vida comunitaria y religiosa, a menudo díscola pero, por la misma razón, móvil y dinámica. Como resultado, fue capaz de escapar del destino típico de los movimientos de liberación nacional de caer en la tiranía, o colapsar en el caos, u osificarse en un orden social amañado por una élite atrincherada.

El sionismo cuadró el círculo de liberación nacional: liberó a un pueblo como pueblo mientras honraba la promesa de liberarlo como individuos también.

El argumento de que el sionismo es una lucha por la libertad se topa con una objeción obvia: ¿Qué pasa con los palestinos? Esta es una objeción seria, aunque no de la manera intelectualmente poco seria que los críticos más ácidos de Israel la suelen expresar y comunicar.

¿Qué es poco serio? La alegación de que Israel es un régimen blanco, racista, ilegítimo, colonialista y de «apartheid». Los judíos no son «blancos» para empezar, e incluso por las infames categorizaciones raciales de los críticos de Israel, vale la pena señalar que una pluralidad de la población judía de Israel proviene del Medio Oriente. Un Estado cuyo derecho a existir fue afirmado en una de las primeras resoluciones de la ONU puede ser muchas cosas, pero no es ilegítimo. Una nación cuyos lazos con una tierra son milenarios y continuos no es colonialista, particularmente cuando los territorios que supuestamente está colonizando fueron adquiridos en guerras que no buscó e incluyen tierras que ha tratado repetidamente de devolver.

Con respecto al apartheid, incluso los críticos endurecidos de Israel generalmente reconocen que no existe tal cosa para los ciudadanos árabes de Israel. Al igual que con otras minorías en todo el mundo, han experimentado una grave discriminación. Sin embargo, son miembros de la Knesset israelí, el Gabinete, la Corte Suprema, el establecimiento médico y académico, ejercen la profesión legal, etc.

La acusación más insistente es que, debido a políticas como los puestos de control y los muros de seguridad y la negativa a permitir que los palestinos voten en las elecciones israelíes, Israel practica el apartheid contra los palestinos en Cisjordania y Gaza. Pero la mayoría de estas restricciones de seguridad se produjeron porque, en oleada tras oleada sangrienta, los terroristas capitalizaron continuamente la insuficiencia de las medidas de seguridad para matar judíos.

En cuanto al argumento de que los palestinos experimentan el apartheid porque no tienen voz en la política israelí, el objetivo de los Acuerdos de Oslo de 1993 era proporcionar a los palestinos una política separada en la forma de la Autoridad Palestina. La razón principal por la que los palestinos no obtienen un voto es que, temiendo la democracia, los líderes palestinos tanto en Cisjordania como en Gaza han prohibido efectivamente las elecciones. Y la razón principal por la que los palestinos no viven en un estado propio, democrático o de otro tipo, es que los líderes palestinos han rechazado repetidamente tener alguno. Como Esawi Frej, el primer miembro del gabinete árabe-musulmán de Israel escribió recientemente: «Israel tiene muchos problemas que deben resolverse, tanto dentro de la Línea Verde como especialmente en los Territorios Ocupados, pero Israel no es un estado de apartheid».

Si estas son las objeciones poco serias, ¿cuál es la seria? Es que el sionismo no puede ser fiel a su llamado como una lucha por la libertad de los judíos si eso implica ejercer un grado sustancial de control sobre otro pueblo sin su consentimiento.

Las razones por las que este control se está ejerciendo actualmente pueden ser defendibles y necesarias. No se puede esperar que Israel acepte la creación inmediata de un estado palestino si los israelíes tienen buenas razones para temer que el fin de la ocupación sea un preludio para poner fin al propio Israel. Para adaptar la famosa frase del juez Robert Jackson sobre la Constitución, un acuerdo de paz no puede ser un pacto suicida.

Aún así, hay que decirlo: tiene que haber un horizonte.

Un horizonte no es ni un plazo ni una gestión. Es un objetivo que está a años, si no décadas, de distancia. Se basa en una idea: en este caso, la idea de que el cumplimiento del sionismo como una lucha por la libertad requiere una frontera reconocida que preserve la viabilidad política de los judíos como pueblo ni por encima ni por debajo, sino fundamentalmente separado. Y es una idea que requiere paciencia: tanto la paciencia para aferrarse a la idea cuando las circunstancias la hacen parecer innecesaria o irrelevante, como la paciencia para no apurarla cuando las circunstancias la hacen prematura y peligrosa.

La forma más efectiva de avanzar en esa idea no es a través de la diplomacia internacional o la toma de decisiones políticas. Es a través del diálogo sionista, no tiene sentido discutir el futuro sionista con personas que no quieren un futuro para el sionismo. Es preguntando, primero, en un sentido aspiracional, qué quieren los israelíes para los próximos 50 o 100 años, y si eso incluye un «problema palestino» perpetuo; segundo, en un sentido prudencial, cómo llegar allí sin causar graves daños a Israel en el camino. No hay que llegar al largo plazo sin sobrevivir al corto.

Llegamos al punto final: el sionismo como liberación de las ideas extranjeras.

Visto a distancia, el sionismo es solo la rama judía del fenómeno global conocido como nacionalismo. En muchos sentidos lo es. Pero el sionismo no es un mero nacionalismo judío, dado que el judaísmo no es simplemente una identidad nacional o étnica; también es religioso y moral. Y el objetivo del sionismo no es simplemente dar a los judíos «un lugar entre las naciones» (según el título del libro de Benjamin Netanyahu de 1993). Es para hacer de Israel una luz para las naciones.

El punto puede parecer halagador, pero no siempre es fácil de aceptar. Impone un conjunto de cargas y expectativas morales, muchas de ellas injustas. «Otras naciones cuando triunfan en el campo de batalla dictan los términos de la paz», escribió Eric Hoffer en 1968. «Pero cuando Israel es victorioso, debe pedir por la paz. Todo el mundo espera que los judíos sean los únicos cristianos reales en el mundo».

Hoffer tenía razón: Israel continúa trabajando bajo lo que podría llamarse un colonialismo moral, generalmente proveniente de aquellos que son más ruidosos al denunciar el legado del colonialismo. Se espera que el estado judío conduzca sus batallas con mayor consideración por la seguridad de sus enemigos que por la de su propio pueblo. Se espera que haga concesiones diplomáticas que pongan en grave riesgo la vida de sus propios ciudadanos. Se espera que fortalezca su carácter «democrático», pero sólo si sus opciones democráticas se ajustan a las sensibilidades progresistas. Se espera, cuando es golpeado, que ponga la otra mejilla.

Estas expectativas no están equivocadas en demandar para Israel tan altos estándares: Nadie debería mantener a Israel a un nivel más alto que los propios sionistas. Pero se equivocan cuando se basan en conceptos éticos contrarios a las tradiciones, ideales y realidades prácticas judías. Israel no se liberó políticamente de los amos coloniales simplemente para permanecer cautivo de sus ideas.

Un estado judío no es sólo un concepto político y de seguridad. También es una oportunidad civilizatoria; una oportunidad para redescubrir, rearticular y volver a desarrollar una forma exclusivamente judía de pensar, ser y hacer en el mundo; un medio para descubrir cómo una cultura que fue atrofiada y enriquecida en su largo exilio puede, con el beneficio de la soberanía, crear un modelo más saludable de comunidad humana. ¿Hay formas de hacer política, judíamente, que no sean simplemente un facsímil de la forma en que se hace política en otras democracias avanzadas? ¿Existe una forma de manejar las diferencias en la sociedad y de enriquecer la experiencia humana en el estado moderno, que no solo sea distintiva, sino que también pueda ofrecer un modelo para otras naciones que luchan con dilemas similares?

Tres áreas me vienen a la mente:

¿Puede la tensión entre identidad y libertad, que en otros lugares ha llevado a tanto conflicto y represión, lograr un equilibrio más sostenible y dinámico? Las libertades de las sociedades liberales modernas son casi ilimitadas; estas libertades son especialmente valiosas para aquellos con los recursos internos para aprovecharlas al máximo. Pero tienen un costo: la desconexión del individuo de su comunidad, la falta de un sentido de propósito personal, la entropía moral que a menudo va con lo que Rudyard Kipling llamó los «Dioses del Mercado». Por otro lado, un poderoso sentido de identidad, tradición y lugar ofrece sus propias comodidades emocionales y espirituales. Pero con frecuencia es sofocante, sobre todo para los espíritus y los pensadores libres que generalmente hacen avanzar el mundo, y que la civilización judía produce en tal abundancia.

¿Puede haber un modelo de coexistencia religioso-secular que sea menos friccional, menos distanciado y más enriquecedor mutuamente? Contrariamente a las esperanzas o expectativas de algunos de los primeros sionistas, un estado judío nunca iba a dejar al judaísmo en el polvo atávico. Y contrariamente a las creencias o predicciones de algunos de los sionistas religiosos o haredim de hoy, el estado de Israel no puede tener éxito sin el dinamismo cultural y económico de su lado secular. Fantasías similares tipifican las expectativas seculares y religiosas en otros países, entre ellos los Estados Unidos. Gran parte del desafío radica en encontrar formas de reducir las divisiones seculares-religiosas a nivel legal e involucrar a las dos partes en diferentes capas de la vida: pedagógica, espiritual y social.

¿Pueden los estados democráticos con minorías culturales grandes, y en gran medida separadas, encontrar un camino intermedio entre la amarga rivalidad comunal y la asimilación completa? La violencia intercomunitaria de 2021 fue una fuerte alarma para muchos israelíes de que no solo han descuidado este desafío, sino que también, en legislación como la ley del estado-nación de 2018 y el descuido de la política básica en las comunidades árabe-israelíes, se han movido en la dirección equivocada. Por otro lado, la creación del gobierno de coalición extraordinariamente amplio del año pasado, junto con la firma de los Acuerdos de Abraham, da motivos para esperar que haya reservas ocultas de buena voluntad entre judíos y árabes, así como oportunidades para crear un Israel mucho más inclusivo que el que tenemos hoy.

A veces se argumenta que el término «sionismo» ya no significa mucho. En esta lectura, el sionismo fue un proyecto de los siglos 19 y 20 para recuperar una patria judía segura y reconocida. Tuvo éxito en 1948. Quienes aprueban el proyecto se han sumado a él; aquellos que no lo aprueban necesitan superarlo. Fin de la historia.

Pero dejando de lado el hecho de que esta patria no es universalmente reconocida ni verdaderamente segura, esta visión del sionismo tiene miras cortas.

Una lucha por la libertad comienza con la búsqueda de una patria, pero no termina ahí.

Una patria no es verdaderamente libre hasta que sea autónoma, pero el autogobierno no conduce a la libertad a menos que los gobernantes estén obligados por la ley y por el consentimiento de los gobernados.

La democracia es la condición previa esencial para vivir una vida libre, pero no la única condición: también existe la necesidad de liberarse de la miseria y liberarse del miedo.

Las bendiciones de un estado próspero y seguro no son suficientes para la libertad, también existe la necesidad de libertad moral, espiritual e intelectual, tanto a nivel individual como nacional.

La búsqueda de formas cada vez más completas de libertad es a menudo una bendición, pero se convierte en una maldición cuando disminuye o bloquea la misma búsqueda por parte de otros.

Decir que el sionismo sigue siendo una lucha por la libertad no solo reivindica la distancia que ha recorrido hasta ahora. Nos recuerda que el viaje está lejos de terminar.

Publicado originalmente en Sapir Journal

Traducción: Manuel Férez