Discurso del primer ministro Itzjak Rabin cuando le fue otorgado Premio Nóbel de la Paz

09/Ago/2010

Oslo, 10 de diciembre de 1994

Discurso del primer ministro Itzjak Rabin cuando le fue otorgado Premio Nóbel de la Paz

Sus Majestades, Estimados Presidente y Miembros de la Comisión del
Premio Nóbel, Honorable Primer Ministro de Noruega, mis
co-laureados, presidente Arafat y canciller de Israel, Shimon Peres,
Distinguidos invitados,

Ya que no pienso que exista el precedente de que a una persona le otorguen
dos veces el Premio Nóbel, permitidme esta oportunidad para dar un
toque personal a este prestigioso premio.

A una edad en que la mayoría de los jóvenes se esfuerzan
para descubrir los secretos de las matemáticas y los misterios de
la Biblia; a una edad en que florece el primer amor; a la tierna edad de
dieciseis años, me entregaron un rifle para mi defensa.

Ese no era mi sueño. Yo quería ser ingeniero
hidráulico. Había estudiado en una escuela agrícola y
pensaba que la ingeniería hidráulica era una
profesión importante para el calcinado Medio Oriente.
Todavía estoy convencido de eso. Sin embargo, me vi obligado a
recurrir a las armas.

Serví en el ejército varias décadas. Bajo mi
responsabilidad estaban hombres y mujeres jóvenes que
querían vivir, que querían amar, y en cambio abrazaron la
muerte. Ellos cayeron en defensa de nuestras vidas.

Damas y caballeros,

En mi actual posición, tengo muchas oportunidades de sobrevolar el
Estado de Israel, y recientemente otras partes del Medio Oriente
también. La vista desde el avión es imponente: mares y lagos
de azul profundo, campos verde oscuro, desiertos del color de las dunas,
montañas de piedra gris y paisajes regados de casas con tejados
rojos y paredes de cal.

También hay cementerios, tumbas que se extienden hasta el
horizonte.

Hay cientos de cementerios en nuestra parte del mundo, en el Medio Oriente
— en nuestro hogar, Israel, pero también en Egipto, Siria,
Jordania, Líbano. Desde la ventanilla del avión, a miles de
pies de altura, las incontables tumbas están en silencio. Pero el
sonido de su clamor ha hecho eco desde el Medio Oriente a todo el mundo
durante décadas.

Aquí ante vosotros, deseo saludar a nuestros seres queridos — y ex
enemigos. Deseo saludarlos a todos — los caídos de todos los
países en todas las guerras; los miembros de sus familias, que
sobrellevan la perenne carga del duelo; los inválidos, cuyas
cicatrices no sanarán nunca. Esta noche deseo rendir tributo a cada
uno de ellos, puesto que este importante premio les pertenece.

Damas y caballeros,

Yo fui un hombre joven y ahora sobrellevo la carga de los años. En
hebreo decimos “naar haiti, ve gam zakanti” [fui hombre joven, pero he
envejecido]. Y de todas las memorias que he acumulado en mis setenta y dos
años de vida, lo que más he de recordar, hasta mi
último día, son los silencios: el terrible silencio del
momento después, y el ominoso silencio del momento antes.

Como hombre militar, como comandante, como ministro de defensa,
ordené muchas operaciones militares. Y junto con la alegría
de la victoria y el dolor del duelo, siempre recordaré el instante
previo a la toma de tales decisiones: el silencio de los altos
funcionarios o ministros al levantarse lentamente de sus asientos; la
imagen de sus espaldas retrocediendo; el sonido de la puerta al cerrarse;
y luego el silencio en el que me quedo solo.

Ese es el momento en el que uno se da cuenta de las consecuencias de la
decisión recién tomada: han de morir muchos. Gente de mi
nación, gente de otras naciones. Y ellos todavía no lo
saben.

En ese momento ellos todavía están riendo y llorando;
todavía hacen planes y sueñan sobre el amor; todavía
sueñan plantar un jardín o construir una casa — y no tienen
idea de que esas son sus últimas horas sobre la tierra. Cual de
ellos está destinado a morir? Quién saldrá retratado
en un recuadro negro en los periódicos del día siguiente?
Qué madre pronto estará de luto? A quién se le
derrumbará el mundo bajo el peso de la pérdida?

Como ex militar, también recordaré siempre el
silencio del momento antes: el silencio de las manecillas del reloj en su
carrera hacia el futuro, cuando el tiempo se está acabando y en
otra hora, en otro minuto, el infiero hará erupción.

En ese momento de gran tensión, poco antes de que el dedo
apriete el gatillo, poco antes de que la mecha comience a arder, en la
terrible calma de ese momento, todavía hay tiempo para pensar tan
sólo: “Es realmente imperante actuar? No hay alternativa? No hay
otra salida?”

“Dios se apiada de los niños del jardín de infantes”,
escribió el poeta Yehuda Amijai, quien se encuentra con nosotros
esta tarde — y cito de su poema:

“Dios se apiada de los niños del jardín de infantes,
menos de los niños de la escuela, y ya no se apiadará de
los mayores, los deja solos, y a veces tendrán que
arrastrarse sobre la arena candente, para llegar a la
estación de los heridos, sangrando.”

Durante varias décadas Dios no se ha apiadado de los niños
de los jardines de infantes del Medio Oriente, o de los niños en
las escuelas, o de sus mayores. No ha habido piedad en el Medio Oriente
por varias generaciones.

Damas y caballeros,

Yo fui un hombre joven y ahora sobrellevo la carga de los años. Y
de todas las memorias que he acumulado en mis setenta y dos años,
ahora recuerdo las esperanzas.

Nuestro pueblo nos ha elegido para darles vida. Aunque sea terrible
decirlo, sus vidas están en nuestras manos. Esta noche, sus ojos
nos miran y en sus corazones preguntan: cómo está siendo
usado el poder que confiamos en las manos de estos hombres y mujeres?
Qué decidirán? En qué tipo de amanecer nos
levantaremos manana? Un día de paz? De guerra? De risas? De
llantos?

Cada niño nace de una manera totalmente antidemocrática. Los
niños no pueden elegir a su padre o su madre; no pueden elegir su
sexo o color, su religión, su nacionalidad o patria. Si han de
nacer en una mansión o en una choza, si han de vivir bajo un
déspota o en una democracia, está fuera de su voluntad.
Desde el momento en que nacen, con los puños cerrados, su destino
— en gran medida — ha sido decidido por los líderes de su
nación. Son ellos los que decidirán si han de vivir
cómodamente o en medio de la desesperación, con seguridad o
con miedo. Su destino es dado a nosotros para que lo resolvamos — a los
gobiernos de países, ya sean democráticos o no.

Damas y caballeros,

Así como no hay dos huellas digitales idénticas, tampoco hay
dos personas iguales, y cada país tiene sus propias leyes y
cultura, tradiciones y líderes. Pero hay un mensaje universal que
llega a todo el mundo, un precepto que puede ser común a diferentes
regímenes, a las razas que no se nos parecen, a las culturas que
nos son extranas.

Es un mensaje que el pueblo judío ha trasmitido desde hace miles de
años, un mensaje tomado del Libro de los Libros: “Ve nishmartem
meod le nafshoteijem — “Y cuidaréis mucho de vuestras almas” — o,
en términos contemporáneos, el mensaje de la santidad de la
vida.

Los líderes de las naciones deben proveer a sus pueblos con
condiciones — la infraestructura, si quieren — que les permita gozar de
la vida: libertad de expresión y movimiento; alimento y vivienda; y
lo más importante: la vida misma. Un hombre no puede gozar de sus
derechos si no está vivo. Y por eso cada país debe proteger
y preservar el elemento principal de su ethos nacional: las vidas de sus
ciudadanos.

Solo para defender esas vidas podemos llamar a nuestros ciudadanos a que
se enrolen en el ejército. Y para defender las vidas de nuestros
ciudadanos que sirven en el ejército, invertimos enormes sumas en
aviones y tanques y otros medios. Pero a pesar de todo, fallamos en
nuestra misión de proteger a nuestros ciudadanos y soldados. Los
cementerios militares en todos los rincones del mundo son un testimonio
silente del fracaso de los líderes nacionales en la defensa de la
santidad de la vida humana.

Sólo hay un medio extremo para santificar la vida humana. Esa
única solución radical es la paz verdadera.

Damas y caballeros,

La profesión militar implica una paradoja. Mandamos a los mejores y
mas valientes de nuestros jóvenes al ejército. Los suplimos
con equipos que cuestan una fortuna. Los entrenamos rigurosamente para el
día en que deban cumplir con su obligación — y esperamos
que lo hagan bien. Y sin embargo, rezamos fervientemente para que ese
día nunca llegue — que los aviones nunca despeguen, que los
tanques no tengan que avanzar, que los soldados nunca lleven a cabo los
ataques para los que han sido tan bien entrenados.

Rezamos para que nunca ocurra, debido a la santidad de la vida.

La historia en general, y la historia moderna en particular, ha conocido
tiempos horribles en que los líderes nacionales convirtieron sus
ciudadanos en carne de cañóon en nombre de doctrinas
malvadas: el infame fascismo, el terrible nazismo. Fotos de niños
marchando hacia el matadero, de mujeres aterrorizadas camino a los hornos
crematorios, deben estar ante los ojos de cada líder de nuestra
generación, y de las generaciones por venir. Deben servir como una
advertencia a todos los que tienen poder.

Casi todos los regímenes que no han puesto la santidad de la vida
en el centro de su visión de mundo, todos esos regímenes han
caído y no existen más. Podéis verlo con vuestros
propios ojos en nuestros tiempos.

Pero esto no es todo lo que hay. Para preservar la santidad de la vida, a
veces debemos ponerla en riesgo. A veces no hay otra manera de defender a
nuestros ciudadanos que luchar por sus vidas, por su seguridad y libertad.
Este es el credo de todo estado democratico.

En el Estado de Israel, de donde vengo yo hoy; en las Fuerzas de Defensa
de Israel, en las que he tenido el privilegio de servir, siempre hemos
visto la santidad de la vida como un valor supremo. Nunca fuimos a la
guerra a menos que la guerra nos fuera impuesta.

En la historia del Estado de Israel, en los anales de las Fuerzas de
Defensa de Israel, hay miles de historias de soldados que se sacrificaron
— que murieron tratando de salvar companeros heridos; que dieron sus
vidas para no lastimar a personas inocentes del lado enemigo.

En días próximos, una comision especial de las
Fuerzas de Defensa de Israel terminará de redactar un Código
de Conducta para nuestros soldados. La formulación referente a la
vida humana será como sigue:

“En reconocimiento de su suprema importancia, el soldado preservará
la vida humana de toda manera posible y se pondrá en peligro, o
pondrá en peligro a otros, sólo en la medida en que le
parezca necesario a fin de llevar a cabo esta misión. La santidad
de la vida, desde el punto de vista de los soldados de las Fuerzas de
Defensa de Israel, encontrará expresión en todas sus
acciones’.

Por muchos años — incluso si las guerras tocan su fin, luego de
que la paz llegue a nuestra tierra — estas palabras seguirán
siendo la columna de fuego que irá frente a nuestro campamento, una
luz que guiará a nuestro pueblo. Y nos sentimos orgullosos de
esto.

Damas y caballeros,

Estamos en plena construcción de la paz. Los arquitectos y los
ingenieros de esta empresa están trabajando incluso mientras nos
reunimos aquí esta noche, contruyendo la paz, capa a capa, ladrillo
a ladrillo. La obra es difícil, compleja, exasperante. Un error
podría derrumbar toda la estructura y llevarnos al desastre.

Por eso estamos determinados a hacer bien el trabajo — a pesar de las
acciones del terrorismo asesino, a pesar de los fanáticos y crueles
enemigos de la paz.

Seguiremos en el camino de la paz con determinación y fortaleza. No
nos detendremos. No nos daremos por vencidos. La paz triunfará
sobre todos sus enemigos, porque la alternativa es peor para todos
nosotros. Y hemos de prevalecer.

Hemos de prevalecer porque consideramos la construcción de la paz
como una gran bendición para nosotros y para nuestros hijos. La
consideramos como una bendición para nuestros vecinos en todas las
fronteras, y para nuestros socios en esta empresa — Estados Unidos,
Rusia, Noruega — que hicieron tanto para lograr el acuerdo que fue
firmado aquí, luego en Washington y mas tarde en El Cairo, que
escribió el comienzo de la solución a la mas larga y
difícil parte del conflicto árabe-israelí: el
componente israelo-palestino. Agradecemos también a otros que han
contribuido a esto.

Ahora nos despertamos cada manana siendo gente diferente. La paz es
posible. Vemos la esperanza en los ojos de nuestros hijos. Vemos la luz
en los rostros de nuestros soldados, en las calles, en los autobuses, en
los campos. No debemos decepcionarlos. No los decepcionaremos.

No estoy parado solo esta noche, es este pequeño podio en Oslo.
Estoy aquí para hablar en nombre de generaciones de
israelíes y judíos, de los pastores de Israel — y vosotros
sabéis que el rey David fue un pastor; el comenzo a construir
Jerusalem hace unos 3.000 anos — los arrieros y cuidadores de los
sicomoros, como lo fue el profeta Amós; de los rebeldes contra el
“establishment”, como lo fue el profeta Jeremías; y de los hombres
que zurcaron la mar, como el profeta Jonás.

Estoy aquí para hablar en nombre de los poetas y aquellos que
soñaron con el fin de la guerra, como el profeta Isaías.

También estoy aquí para hablar en nombre de los hijos del
pueblo judío, como Albert Einstein y Baruj Spinoza, como
Maimonides, Sigmund Freud y Franz Kafka.

Y soy el emisario de millones que murieron en el Holocausto, entre quienes
seguramente hubo muchos Einsteins y Freuds que perdimos y perdió la
humanidad, en los hornos crematorios.

Estoy aquí como emisario de Jerusalem, a cuyas puertas luché
en los días del sitio; Jerusalem, que siempre ha sido, y es hoy, la
capital eterna del Estado de Israel y el corazón del pueblo
judío, que reza mirando hacia Jerusalem tres veces al
día.

También soy emisario de los niños que toman sus visiones de
la paz; y de los inmigrantes de San Petersburgo y Addis Ababa.

Estoy de pie aquí especialmente por las generaciones venideras,
para que podamos todos merecer la medalla que vosotros habeis otorgado a
mi y a mis colegas hoy.

Estoy de pie hoy aquí como emisario — si ellos me lo permiten —
de nuestros vecinos, que fueron nuestros enemigos. Estoy de pie
aquí como emisario de las grandes esperanzas de un pueblo que ha
sufrido lo peor que la historia tiene para ofrecer, y sin embargo ha
dejado su marca — no sólo en las crónicas del pueblo
judío sino en las de toda la humanidad.

Conmigo aquí hay cinco millones de ciudadanos de Israel —
judíos, árabes, drusos y circasianos — cinco millones de
corazones que ansían la paz, y cinco millones de pares de ojos que
nos miran con grandes esperanzas de paz.

Damas y caballeros,

Quisiera agradecer, en primer lugar, a los ciudadanos del Estado de
Israel, de todas las generaciones y todas las opiniones políticas,
cuyos sacrificios y contínua lucha por la paz nos traen firmemente
más cerca a nuestra meta.

Deseo agradecer a nuestros socios — los egipcios, los jordanos y los
palestinos, encabezados por el presidente de la Organización para
la Liberación de Palestina, Sr. Yasser Arafat, con quien comparto
este Premio Nóbel — quienes eligieron el camino de la paz y
están escribiendo una nueva página en los anales del Medio
Oriente.

Deseo agradecer a los miembros del gobierno israelí, pero sobre
todo a mi socio, el canciller Shimon Peres, cuya energía y
devoción a la causa de la paz son un ejemplo para todos
nosotros.

Deseo agradecer a mi familia, que me ha apoyado en este largo camino que
he andado.

Y, por supuesto, deseo agradecer al presidente y los miembros de la
Comisión del Premio Nóbel, así como al valeroso
pueblo de Noruega, por otorgar este ilustre honor a mis colegas y a mi.

Damas y caballeros,

Permitidme terminar compartiendo con vosotros una tradicional
bendición judía, que ha sido recitada por mi pueblo en
buenos y malos tiempos, como una muestra de nuestro más profundo
anhelo:

“El Señor dará fuerza a su pueblo; el Señor
bendecirá a su pueblo, y a todos nosotros, en paz”.

Muchas gracias.