Diputado Iván Posada: El antisemitismo racial nazi llevó el odio a los judíos a un extremo genocida

05/Feb/2024

Culminamos la publicación de los discursos de la sesión especial de la Comisión Permanente del Poder Legislativo, realizada el 29 de enero en el marco del Día Internacional de Conmemoración de las víctimas del Holocausto, con la alocución pronunciada por el Diputado Iván Posada, del Partido Independiente.

Señor presidente: en primer lugar, quiero saludar a las autoridades presentes y, en especial, a los distintos representantes de las organizaciones de la comunidad judía en el Uruguay.

La instancia de hoy es especial y particularmente nos conmueve a todos como seres humanos. Raúl Hilbert, uno de los historiadores más reconocidos en cuanto a la historia de la Shoá y el Holocausto, en el prefacio de su libro Ejecutores, víctimas y testigos, expresa con claridad cómo se fue gestando todo el Holocausto, y dice lo siguiente:

«La catástrofe judía acontecida entre 1933 y 1945 alcanzó proporciones colosales. La mancha empezó en Alemania y se fue extendiendo hasta engullir a la mayor parte del continente europeo. También fue un suceso que concernió a un conjunto muy diverso de culpables, a un sinfín de víctimas y a una infinidad de cómplices. Estos tres grupos diferían entre sí y no se alteraron en el decurso de sus vidas. Cada grupo presenció los hechos desde un punto de vista personal y único, mostrando una actitud y reacción propias. Los culpables desempeñaron un papel específico, formulando o aplicando medidas contra los judíos. En la mayoría de los casos, un participante recibía su cometido y lo atribuía a su puesto y a sus obligaciones. Lo que hacía era impersonal. Le habían autorizado o dado instrucciones para llevar a cabo esa misión. Es más, ningún hombre ni organización fueron exclusivamente responsables de la destrucción de los judíos. No se reservó ningún presupuesto concreto para tal fin. La labor se difuminó entre una gran hueste de burócratas; cada hombre tenía la sensación de que su aportación no era más que un granito de arena en ese inmenso proyecto. Por estos motivos, un edil o secretario municipal, o un guardia uniformado, nunca se consideraba a sí mismo culpable. No obstante, sabía que el proceso de destrucción era deliberado y que, una vez inmerso en esa vorágine, sus actos serían indelebles. En este sentido, seguiría siendo siempre aquello que había sido, por muy reacio que fuera admitir o comentar lo que había hecho.

El primer y gran culpable fue el propio Adolf Hitler. Fue el arquitecto supremo de toda la operación, que habría sido inconcebible sin él. Hitler siempre fue el centro de atención, pero la mayor parte del trabajo se llevó a cabo en las sombras y corrió a cargo de una vasta red de funcionarios de confianza y arribistas. En este conglomerado, algunos hombres se mostraron entusiasmados, mientras que otros tuvieron sus dudas. Entre los líderes había muchos profesionales altamente cualificados, como los omnipresentes abogados o los indispensables médicos. Cuando el proceso se amplió hasta sumir a toda Europa, la maquinaria de la destrucción se internacionalizó, pues lo alemanes engrosaron sus filas con Gobiernos de Estados satélite y colaboradores puntuales de los países ocupados.

A diferencia de los culpables, las víctimas estuvieron siempre expuestas. Eran inequívocamente identificables y contables. Para ser declaradas judías, solo tenían que tener padres o abuelos que también lo fueran. Las leyes y reglas discriminatorias preveían con gran detalle los problemas con los matrimonios mixtos, las personas de linaje mixto y las empresas de propiedad compartida. Con cada paso que se daba, el abismo se ahondaba más y más. Los judíos fueron marcados con la estrella de David y sus contactos con los no judíos menguaron, hasta acabar limitándose a la pura formalidad o siendo directamente prohibidos.

Confinados en casas, guetos y campos de trabajos forzados, se les recluyó y concentró geográficamente. Aparte de estas barreras, la guerra también contribuyó a aislar al judaísmo del continente europeo, de las comunidades judías y los Gobiernos aliados del resto del mundo.

Las víctimas tenían líderes. Y esas personas, que ocupaban cargos en cientos de consejos judíos, han atraído la atención de muchos analistas. No obstante, las víctimas en general han sido siempre una masa amorfa. Millones sufrieron un mismo destino delante de tumbas ya cavadas o en cámaras de gas oscuras y selladas. La muerte de esos judíos se ha convertido en su atributo más reconocido. Se les recuerda sobre todo por lo que les sucedió, y por eso ha habido ciertos recelos a la hora de dividirlos en categorías. Con todo, la mella de la destrucción no fue la misma para todos.

Primero, hubo personas que se marcharon a tiempo: los refugiados. La inmensa mayoría que no se fue o que quedó atrapada, fueron hombres y mujeres adultos, y sus respectivos encuentros con la adversidad no fueron idénticos. Algunos judíos casados forman una categoría especial, pues sus cónyuges no eran judíos. La vida y las aflicciones de los niños también constituyen una categoría de pleno derecho. El dilema que afrontaron los cristianos de ascendencia judía merece un aparte. Y la comunidad en su conjunto estaba estratificada de pies a cabeza según la riqueza y los ingresos, y en muchas situaciones esas distinciones materiales fueron cruciales.

Aún más significativas fueron las diferencias en cuanto a la personalidad de cada uno. Aunque la mayoría de las víctimas se aclimataron poco a poco a la creciente agonía por la necesidad y la pérdida, hubo una minúscula minoría que no compartió este conformismo general. La incapacidad o la negativa a aceptar el agravio dio pie a diferentes reacciones, desde el suicidio a la rebelión sin cuartel. Al final, unas pocas personas que se empecinaron en no morir, resistiendo contra viento y marea, fueron halladas vivas en los campos y en los bosques liberados: son los supervivientes.

Pero la mayoría de los contemporáneos de la catástrofe judía no fueron ni culpables ni víctimas. Muchas personas vieron u oyeron algo de lo sucedido. Los que vivían en la Europa de Adolf Hitler se habrían descrito a sí mismos, con contadas excepciones, como cómplices o testigos. No participaron activamente porque no querían hacer daño a las víctimas, pero tampoco querían ser blanco de la ira de los culpables. Aun así, la realidad no era siempre tan meridiana; dependía mucho de las relaciones de los diversos países de la Europa continental con los alemanes y los judíos.

Estos vínculos o rencillas podían impulsar o frenar la acción en una u otra dirección. Además, muchos actos venían determinados por el carácter de cada persona, en particular si dicho carácter era insólito o extraordinario. En algunas zonas, los cómplices se convirtieron en culpables. En muchas regiones se aprovecharon de las desgracias judías y sacaron rédito de la situación, pero también hubo aquellos que ayudaron a los perseguidos. De vez en cuando aparecía un mensajero que difundía las noticias.

Fuera del escenario de la propia destrucción, hubo un grupo importante al que se enviaron mensajes de socorro: los judíos de Estados Unidos, Reino Unido y Palestina. Los líderes judíos de esos países no eran indiferentes ni se veían en absoluto como cómplices. Pero sí creían que estaban indefensos, y tanto fue así que acabaron cayendo realmente en la impotencia. Los Gobiernos aliados a los que apelaron los judíos norteamericanos y británicos no eran impotentes, pero tampoco iban a jugarse el todo por el todo por las víctimas. Y los países neutrales del continente europeo adoptaron la política de no incurrir públicamente en acciones que pudieran colocarlos en uno u otro bando. Esta postura atenazante contribuyó a que tampoco asumieran un papel activo en el sufrimiento judío».

Sin embargo, cabe preguntarnos, señor presidente, por qué se llegó a esta situación de exterminio, por qué se llegó al Holocausto, por qué se llegó a la Shoá.

La verdad es que si uno hace el repaso de lo que ha sido el antisemitismo, se encuentra con que tiene más de dos mil años, porque ha sido, en los hechos -como se ha manifestado- el odio más prolongado.

El antisemitismo racial de los nacionalsocialistas -nazis- llevó el odio a los judíos a un extremo genocida, pero ya en el primer milenio de la era cristiana se desarrollaron o solidificaron como doctrina algunas ideas, como que todos los judíos eran responsables de la crucifixión de Cristo y de la destrucción del Templo por parte de los romanos, y que la dispersión del pueblo judío era un castigo, tanto por transgresiones pasadas como por su permanente rechazo a abandonar su fe y aceptar la cristiandad.

Durante siglos se enseñó que los judíos eran los responsables de la muerte de Jesús, sin reconocer, como lo hace la mayoría de los historiadores en la actualidad, que Jesús fue ejecutado por el gobierno romano porque los funcionarios lo consideraban una amenaza política a su gobierno.

Entre los mitos sobre los judíos, se incluye la idea de que el rechazo de los judíos a convertirse al cristianismo era no solo una señal de servicio al anticristo, sino también de una deslealtad innata a la civilización europea.

Esta doctrina preparó el terreno sobre el cual se pudo construir una superestructura de odio. El antisemitismo teológico alcanzó su auge en la Edad Media. Entre las manifestaciones de antisemitismo más comunes en todas las edades se encuentran lo que ahora llamamos pogromos, ataques contra los judíos por parte de residentes locales, frecuentemente alentados por las autoridades. Los pogromos a menudo eran incitados por rumores de crímenes rituales.

En momentos de desesperación, los judíos a menudo se convertían en el chivo expiatorio de muchas catástrofes naturales. Por ejemplo, algunos clérigos predicaban y algunos feligreses creían que los judíos trajeron la peste negra, la plaga que mató a millones de personas en Europa en el siglo XIV como retribución a sus supuestas prácticas blasfemas y satánicas.

Con el avance en el conocimiento científico y el progreso tecnológico del último tercio del siglo XIX, especialmente en el ámbito de la biología humana, la psicología, la genética y la evolución, algunos intelectuales y políticos desarrollaron una percepción racista de los judíos. Esa percepción se desarrolló –leo textualmente- «desde una perspectiva racista más amplia del mundo basada en nociones de “desigualdad” de “razas” y la supuesta superioridad de la “raza blanca” sobre las otras “razas”».

Estos nuevos antisemitas, como se llamaban a sí mismos, se basaron en antiguos estereotipos para sostener que los judíos se comportaban de la forma en que lo hacían, y no cambiarían, debido a las características raciales innatas heredadas desde los albores del tiempo. Basándose también en la pseudociencia de la eugenesia racial, sostenían que los judíos propagaron su supuesta nociva influencia para debilitar a las naciones de Europa central no solo mediante métodos políticos, económicos y de los medios de comunicación, sino también contaminando literalmente la supuesta sangre aria pura a través de la endogamia y las relaciones sexuales con no judíos. Argumentaban que los judíos hacían esto deliberadamente para socavar la voluntad y la capacidad de los alemanes, franceses o húngaros de resistir un impulso judío biológicamente determinado para dominar el mundo.

A fines del siglo XIX, en Alemania y Austria, los políticos aprovecharon el antisemitismo tradicional y racista para sumar votos a medida que se ampliaba el derecho electoral. En sus escritos políticos durante la década de 1920, Adolfo Hitler nombró a los dos políticos austríacos que más influenciaron su propio enfoque de la política: Georg von Schönerer y Karl Lüger. El primero trajo el estilo y contenido antisemita racista a la política austríaca en la década de 1880 y 1890. El segundo fue elegido alcalde de Viena -Austria-, en 1897, no solo por su retórica antisemita, que para él fue principalmente un instrumento político, sino por sus habilidades oratorias y su carisma populista, que le permitieron comunicar su mensaje a sectores amplios de la población.

De alguna manera, estas lecturas nos dan la pauta de que la historia del antisemitismo es la historia de un período de oscurantismo que lamentablemente vive hasta nuestros días. No es que el Holocausto fuera el hecho determinante de una política para el exterminio de los judíos europeos, sino que además se mantiene y se proyecta hasta el mundo de hoy.

Para finalizar, quiero hacer mención a algunas reflexiones que Norberto Bobbio hacía con respecto a lo que fue el Holocausto. Decía, Bobbio: «Nada hay que se compare con el genocidio organizado y premeditado: “entre el horror de la guerra y el horror del genocidio, aunque no hubiera una diferencia de cantidad […], hay una diferencia de naturaleza: la guerra es la eterna lucha del hombre contra el hombre llevada a cabo con medios violentos, los hombres convertidos en lobos que se devoran entre sí; la guerra puede conducir incluso al exterminio, pero su fin es la victoria, no el exterminio. En el genocidio organizado y premeditado el exterminio ha sido fin en sí mismo […]”».

Agrega Bobbio: «Una de las razones del horror que continúa suscitando en mí el genocidio nazi es que no tiene una explicación, quiero decir, una de esas explicaciones de las que habitualmente se sirven los historiadores para insertar un hecho en un contexto más general, como los intereses económicos, el deseo de poder, el prestigio nacional, los conflictos sociales, las luchas de clases, las ideologías… el no llegar a explicar su razón en términos de motivos humanos habituales nos lo hace más espantoso. […] El genocidio de los judíos es un delito premeditado, ya anunciado en los escritos de los nazis, y escrupulosamente, científicamente ejecutado. Se destruye al enemigo para ganar la guerra. Pero la masacre de los judíos, ¿para qué debía servir?, ¿para qué ha servido? En mis categorías de historiador y de hombre de razón no encuentro una respuesta a estas preguntas».

En Quindici anni dopo -Quince años después-, una intervención que hizo Norberto Bobbio, en Turín, refiere a la naturaleza del prejuicio y el racismo y, más específicamente, al criterio de la superioridad de una raza sobre otras, que da a la superior el derecho de suprimir al inferior. De esta aberración, «la más destructiva históricamente ha sido la “solución final” inventada por los nazis para resolver el problema judío en el mundo. Desde el punto de vista operativo esta aberración se plasmó, como señaló Hannah Arendt, en el concepto de “enemigo objetivo”, o sea, en el odio público y la lucha no contra un judío sino contra el judío en general, con independencia de la actitud o la acción de los judíos como individuos, que es característica del antisemitismo moderno por ella examinada en Los orígenes del Totalitarismo. […] Bobbio formula en los siguientes términos el odio público del racismo antisemita, inherente al concepto de “enemigo objetivo”: el odio racial, el odio no dirigido a esta o aquella persona, sino a un “genus”, y por tanto a todos los que pertenecen a ese “genus”, con independencia de que me hayan causado algún daño». Aclara: «Pero si esta es una explicación -y por mucho que busco me parece la única posible-, es también la más dura condena del nazismo: por la misma razón que el amor más alto es el amor no a esta o aquella persona querida, sino a mi prójimo, también el odio más bajo es el odio no al individuo sino a toda una raza, y por tanto a los individuos que pertenecen a ella, no por culpas de las que sean responsables sino por su descendencia».

Para finalizar, quiero expresar que lamentablemente en el mundo de hoy tenemos que seguir viendo manifestaciones de que este antisemitismo está presente. Situaciones como las que se vivieron recientemente en Israel, el 7 de octubre del año pasado, nos muestran que todos los seres humanos tenemos una responsabilidad republicana en el sentido de estar atentos a estos episodios que solo traen muerte y destrucción y que demuestran que lo que fue el caldo de cultivo que generó el Holocausto, lamentablemente, sigue presente en nuestros días.

Muchas gracias, señor presidente.