CCIU en acto Académico de Comunidad Israelita Sefaradí del Uruguay

01/Abr/2019

CCIU en acto Académico de Comunidad Israelita Sefaradí del Uruguay

El pasado jueves 28 de marzo la Comunidad Israelita Sefaradí del Uruguay conmemoró el 527° Aniversario de la Expulsión de los Judíos de España, donde el CCIU estuvo representado en la persona de su Vicepresidente, Jorge Grunfeld. El acto contó con la disertación del escritor, periodista y guionista argentino, Sr. Marcelo Birmajer. Próximamente publicaremos su disertación. Hoy, compartimos artículo “El Edicto de Granada”, que fuera publicado por el portal Sfarad.es.
Sfarad.es
EL EDICTO DE GRANADA
Tal día como hoy, pero de 1492, se presenta el llamado Edicto de Granada, también llamado Decreto de La Alhambra, que había sido encargado por los reyes de Castilla y Aragón al inquisidor general, Torquemada y sus secuaces.
«Nosotros ordenamos además en este edicto que los Judíos y Judías cualquiera edad que residan en nuestros dominios o territorios que partan con sus hijos e hijas, sirvientes y familiares pequeños o grandes de todas las edades al fin de Julio de este año y que no se atrevan a regresar a nuestras tierras y que no tomen un paso adelante a traspasar de la manera que si algún Judío que no acepte este edicto si acaso es encontrado en estos dominios o regresa será culpado a muerte y confiscación de sus bienes.»
Del decreto promulgado en Granada el 31 de marzo, existen dos versiones: una, firmada por los dos reyes (y válida para la Corona de Castilla) y otra, firmada sólo por el rey Fernando, (válida para la Corona de Aragón).
A diferencia del proyecto de Torquemada y del decreto castellano, en la versión dirigida a la Corona de Aragón se reconoce el protagonismo de la Inquisición —«Persuadiéndonos el venerable padre prior de Santa Cruz [Torquemada], inquisidor general de la dicha herética pravedad…»—; se menciona la usura como uno de los dos delitos de los que se acusa a los judíos —«Hallamos los dichos judíos, por medio de grandísimas e insoportables usuras, devorar y absorber las haciendas y sustancias de los cristianos»—; se reafirma la posición oficial de que sólo la Corona puede decidir el destino de los judíos ya que son posesión de los reyes —son nuestros, se dice—; y contiene más expresiones injuriosas contra los judíos: se les acusa de burlarse de las leyes de los cristianos y de considerarlos idólatras; se hace mención a las «abominables circuncisiones y de la perfidia judaica»; se califica el judaísmo de lepra; se recuerda que los judíos «por su propia culpa están sometidos a perpetua servidumbre, a ser siervos y cautivos».
En la segunda parte del decreto se detallan los términos en que se ha de hacer efectiva la expulsión:
La expulsión de los judíos tiene carácter definitivo: «acordamos de mandar salir todos los judíos y judías de nuestros reinos y que jamás tornen ni vuelvan a ellos ni alguno de ellos».
No cabe aplicar ninguna excepción: ni por razón de edad, residencia o lugar de nacimiento —se incluyen tanto los nacidos en Castilla y Aragón como los venidos de fuera—.
Se daba un plazo de cuatro meses —que después se ampliará diez días más, hasta el 10 de agosto— para que salieran de los dominios de los reyes. Los que no lo hicieran dentro de ese plazo (o volvieran después) serían castigados con la pena de muerte y la confiscación de sus bienes. Asimismo los que auxiliaran a los judíos o los ocultaran se exponían a perder «todos sus bienes, vasallos y fortalezas y otros heredamientos».
En el plazo fijado de cuatro meses los judíos podrían vender sus bienes inmuebles y llevarse el producto de la venta en forma de letras de cambio —no en moneda acuñada o en oro y plata porque su salida estaba prohibida por la ley— o de mercaderías —siempre que no fueran armas o caballos, cuya exportación también estaba prohibida—.
Aunque en el edicto no se hacía referencia a una posible conversión, esta alternativa estaba implícita. Como ha destacado el historiador Luis Suárez, los judíos disponían de “cuatro meses para tomar la más terrible decisión de su vida: abandonar su fe para integrarse en él [en el reino, en la comunidad política y civil], o salir del territorio a fin de conservarla”.
Firmado por el secretario Juan de Coloma, registrado por Juan Ruiz de Calcena en el Diversorum sigilli secreti de la Corona de Aragón y sellado por Miguel Pérez de Almazán.
El edicto se envió a todas las ciudades, tanto urbes como villas, además de señoríos nobiliarios, y con orden estricta de no ser leído hasta el Primero de Mayo de 1492.