Primer viaje de una goy a Tierra Santa. Parte I

13/Nov/2010

Galería, Mónica Bottero, 11/11/10

Primer viaje de una goy a Tierra Santa. Parte I

Mi privado IsraelVuelta al origen de Occidente en cinco días.
Por Mónica Bottero
11-11-10
Hace unos meses fui invitada a viajar a Israel por parte del entonces flamante embajador en Montevideo. Me lo dijo durante un almuerzo sin ceremonia en un restaurante de la costa de Pocitos al que nos acompañó la secretaria de prensa.
Fue la primera vez que tomé conciencia de que Israel es un lugar concreto adonde se puede ir.
Admito que no soy una gran incursionadora de lugares exóticos, ni siquiera estuve nunca fuera de Occidente. Y aunque esta profesión tarde o temprano hubiera permitido una expansión mayor, la idea de no poder asimilar intelectualmente tanta cultura e historia con lógicas tan diferentes me ponía la sensación de que con este lado de Greenwich ya había bastante para entretenerse. Sin embargo, tengo claro que Japón, Sudáfrica, Rusia y Australia son países concretos: más o menos democráticos según el caso, con ciertas características demográficas, lingüísticas, culturales, con gente más o menos famosa que viene de allí, he leído a algunos de sus autores más universales. Amo a Mandela y a Tolstoi, me gustan Kenzo, Banana Yoshimoto, Murakami y Kawabata, me asquea Stalin, jamás vi una de Cocodrilo Dundee, pero reconocería su sombrero, me gusta el Peter Jackson que no hacía “El señor de los anillos” y Cate Blanchett tiene la cara y el porte que yo quisiera tener (y además, hizo de Katharine Hepburn en “El aviador” y parecía, si se puede, todavía más divina y más intrépida que la original).
Admito que son lugares comunes y quizás, salvo de Rusia, mi conocimiento de la historia política de esos países resulta sumamente precaria.
Pero conozco gente que fue allí de paseo, que fue a vivir, los vi en películas, tengo la noción de que uno va y se queda en determinado hotel, pasea y después vuelve y cuenta.
De Israel no.
Israel era para mí una especie de entelequia geográfica (si es que el adjetivo va con este sustantivo) en dos dimensiones: la bíblica (ahí fue donde pasaron las cosas aunque tenía la idea de que se trataba de pueblos y ciudades como los que generan los grandes autores de ficción: uno los cree pero no se le ocurre tratar de ubicarlos en el mapa) y la de un punto candente de conflicto internacional, muy muy lejano a nuestra realidad que si bien aparece a diario en los noticieros los reportes resultan puntuales, descontextualizados e incomprensibles. También desde hace unos pocos años, con el derrumbe del campo socialista, la evidencia de que el régimen cubano ya no es defendible ni para las izquierdas honestas y sensatas, y los ostensibles mamarrachos en que se transformaron los hace un lustro promisorios nuevos líderes progresistas sudamericanos de los que le suelen gustar a Oliver Stone (léase Chávez, Morales, Correa y los Kirchner), Israel se ha puesto como el nuevo referente de corrección política: si estás con la causa palestina de alguna manera sos buena gente, progresista, honesto, sensible. Si tan sólo ponés en duda la razón palestina, aludís a la violencia desde los dos lados, al derecho de los israelíes a defenderse, entonces o sos judío (lo que te exime de que se te adjudiquen razones espurias para atender a ese bando) o por algún motivo (en el que hay dólares de por medio, seguro) más allá del que expresás, tenés simpatía por Israel.
Pero, como contaba antes, no veía a Israel como un lugar al que se pudiera ir de turista, ni siquiera de visitante o como un sitio concreto.
Es raro. Porque, como casi todos los montevideanos, conozco personas de la colectividad judía que han ido a visitar familiares, de paseo, o que viven allí. De niña conocí a muchos vecinos de mi barrio, gentes que hablaban con acento que podía ser yiddish, supongo, de condición humilde, y otros a los que mis abuelos vieron llegar pobres y tristes y luego prosperar y celebrar. Por otro lado, dos de mis tres hermanos elegidos (el que es de sangre ni lo cuento, porque es tan italiano de origen como yo), son judíos, y uno de ellos va allá como una vez al año. Sin embargo, jamás le pregunté sobre el viaje ni él me contó. Lo consideré siempre como algo muy de él, adonde yo no tenía mucho derecho a entrar.
De todas formas, nunca se trata de israelíes. Israelíes serían algunos de los embajadores que conocí, es Shimon Peres, Netanyahu, incluso la novia de Di Caprio. Los judíos de acá, el vecino, el compañero de trabajo, son –ellos mismos si son mayores o si jóvenes, nietos- de algún lugar, no de Israel: de Polonia, de Alemania, de la propia España, de Lituania, de Hungría, de Croacia. Esos, sí, para mí, eran lugares concretos.
Israel no.
Entonces, en aquel almuerzo sin ceremonia con el flamante embajador de Israel en un restaurante de Pocitos en el que nos acompañó la secretaria de prensa comprendí que Israel es un lugar concreto, adonde se puede ir por avión, quedarse en un hotel, visitar ciudades, en fin, aprender cosas.
En mi caso, había que empezar casi de cero.
¿Cómo se llega? ¿Cuál es la moneda? ¿Qué relación tiene con el dólar? ¿Dónde es el aeropuerto internacional? ¿Cuál es, en realidad, la capital? ¿Se pueden visitar todos los sitios? ¿Por qué invitan a una revista que incluye temas de actualidad no políticos en el sentido macro, gastronomía, moda, psicología y vida social para contar una realidad de política internacional tan compleja y sensible?
Respuestas. Se llega por muchas aerolíneas internacionales, pero tienen la propia que sale de San Pablo, El Al. La moneda es el nuevo sheckel. Un dólar son tres sheckels y medio. El aeropuerto internacional se llama Ben Gurión y está en Tel Aviv. Lo de la capital es uno de los quid de la cuestión, aunque Israel declaró a Jerusalén, algo que no todos los demás países reconocen y por eso, para no ofender a nadie, la mayoría de las embajadas (la de Uruguay también) están en Tel Aviv. Podés ir hasta el más recóndito lugar, pero llevá siempre el pasaporte porque si pretendés visitar una zona bajo la Autoridad Palestina, te lo sellan como si entraras y salieras de un país (eso lo supe después, no se me había ocurrido averiguarlo en las primeras horas de hacerme a la idea) y la susodicha zona puede estar en el medio de territorio israelí o viceversa, según se crea que es blanco con rayas negras o negro con rayas blancas. Lo de la revista también tuvo su explicación: se trataba de convocar a directoras de medios que incluyeran temas generales con cierto énfasis en los femeninos para que conocieran el Israel que suelen reflejar este tipo de revistas. Que lo hay.
Así que, no sólo había un Israel concreto al que se podía visitar como turista o pariente, sino también uno en el que se podía comer bien, se genera moda, arquitectura, que tiene hoteles de disfrute y zonas de disfrute, además, obviamente, de las históricas.
Israel empezó entonces a ser para mí un lugar decididamente concreto. Lo del miedo no se me pasó por la cabeza, aunque fue el tema de la mayoría de los comentarios al contar que iría. Será porque conocí y amé Colombia a primera vista en los mismísimos principios de los ’90 con Escobar en plena circulación, igual que Nicaragua (eso sí ya se parecía más a una zona de guerra). Pero de allí había aprendido que en los países con conflictos internos, aún severos y con violencia, la gente sigue adelante con su vida, no está todo el tiempo hablando de lo mismo, los comensales disfrutan en los restaurantes, hay cines, teatros, nadie deja de ir a los mercados populares, hay médicos que investigan y hacen congresos, arquitectos que construyen para que los edificios les duren al menos algún siglo y los jóvenes estudian para trabajar y formar su vida allí.
En Israel también.
Es lo que tenía que contar.
Pero ese fue uno de los viajes que hice a Israel. También hubo al menos dos más: el que me llevó hacia una parte de mí misma (como a cualquier cristiano, dicho en este caso literalmente) y de la dimensión espiritual de mi propia civilización; y el que hice a la vuelta, agarrada de un libro maravilloso escrito por el gran historiador Paul Johnson, “La historia de los judíos”.
SHABAT SHALOM. Ahí se quedan mis conocimientos de hebreo. Quizás a ellos les pueda sumar un “Rosh Hashaná, Rosh Hashaná”, que les digo a mis amigos judíos ahora en broma pero en un principio en serio (querría decir algo así como “Año Nuevo, Año Nuevo”) por ignorancia, para saludarlos –actualmente están en el 5771- y que en forma correcta sería “Shaná Tová”.
Desde arriba pero cerca, Tel Aviv podría ser perfectamente Montevideo con alguna torre vidriada y alguna autopista más. Ese viernes al mediodía, el avión baja (El Al es una aerolínea decididamente del Primer Mundo). A centímetros de la puerta, en el inicio de la manga, dos muchachos muy jóvenes, en negro de pies a cabeza y con algún cable de los que salen del oído y se pierden por el cuello, para atrás, y walkie talkie, portan una pancartita con mi nombre. Me presento, me saludan, me dicen que los siga. Bajo primera hacia una camioneta que a toda velocidad me lleva por varias pistas y depósitos hasta el edificio de llegada de pasajeros. Entramos caminando casi a la misma velocidad, voy como en el aire. Pasamos por delante de un montón de filas de gente. La funcionaria me sella el pasaporte luego de preguntarme si visitaré territorios palestinos. Le respondí que no, quizás por la sorpresa. Nunca me había hecho la pregunta ni comprendía bien lo que eso significaba, pero supuse que dada mi condición de invitada del Ministerio de Relaciones Exteriores (lo cual acreditaba una tarjeta plastificada que me habían dado en Montevideo y que luego comprobé, tenía un efecto casi mágico) no daba bien que dijera que sí. (En realidad, supe luego que esa pregunta se hace para no sellar el pasaporte si la respuesta es afirmativa, y que el viajero no tenga inconvenientes en aquellas aduanas. En ese caso se da un papel aparte con el sello de entrada.) los muchachos de negro miraron maravillados la tarjeta plastificada y me aconsejaron que ante cualquier problema la mostrara. Toda la corrida había sido en vano porque el equipaje demoró igual que el de los demás pasajeros del avión, entonces durante la espera los muchachos de negro me contaron que conocían Buenos Aires, que si quería de verdad diversión fuera a Haiffa, la ciudad puerto a 85 quilómetros al norte de Tel Aviv, llena de jóvenes y vida nocturna y agitada por su condición de centro universitario. Yo lo dudé porque conozco estas maratones de periodista invitada. Cuando llegaron las valijas, casi tan en vilo como a mí, nos llevaron fuera del aeropuerto, hicieron un gesto al aire y a los pocos segundos apareció otra camioneta adonde me subieron a toda velocidad con mis valijas, cerraron la puerta y me hicieron adiós con la mano y una sonrisa desde la entrada a Ben Gurión. Al hombre que me manejó sola de oeste a sureste los 45 quilómetros de autopista hasta el alto y flaco Crowne Plaza de Jerusalén ni me dio por hablarle porque su cara no lo habilitaba y porque nunca tuve dudas de que sólo hablaría hebreo, o en todo caso también árabe, lo cual tampoco hacía ninguna diferencia para mi escasa poliglotía de Oriente.
De todas formas, la autopista te va explicando que estás en Oriente Medio, por las construcciones que se ven a lo lejos, y sobre todo por los larguísimos muros de cemento, de la altura de paredes de una casa, que en forma intermitente se extienden por unos cuantos cientos de metros a cada lado y que indican que ahí atrás hay un pedazo de tierra administrado o poblado por palestinos o árabes israelíes (lo que significa que son ciudadanos israelíes que viven en Territorio de Israel pero son palestinos por raza, historia y religión). No es fácil ir entendiendo las diferencias. También hay árabes cristianos.
La autopista, de todas formas, no puede contar mucho porque enseguida se aparece, irreal y amarilla, la original Jerusalén. Original de origen, quilómetro cero del mundo Occidental, y cuya ciudadanía espiritual podríamos reclamar cualquiera de los que fundamos nuestros valores en las tres grandes religiones salidas de allí, de la primera, que fue la de Moisés, el hombre que dijo que Dios le había dicho que la vida humana es lo más importante de todo y está por sobre todo, y que todos los seres humanos somos iguales ante sus ojos. Un concepto tan revolucionario y conmovedor hoy como hace 3.300 años, cuando Moisés se lo dijo a su pueblo.
Por eso Jerusalén es original. Amarilla, o beige entonado, es porque así se ha impuesto: cada edificio, casa o lo que sea que se construya (que por estos días es mucho) debe tener ese mismo tono de las piedras de los muros más antiguos que se conocen de la ciudad. Por eso la visión de su conjunto céntrico que incluye la Ciudad Vieja y la zona aledaña, con hoteles de lujo como el Rey David (donde se alojan los presidentes, el último de los nuestros fue Tabaré Vázquez, en 2008), vías comerciales como Mamilla (la Rodeo Drive de Jerusalén) y restaurantes y bares elegantes, resulta casi homogénea, bronceada al caer el sol, y por eso también literalmente deslumbrante. Uno ya entrecierra los ojos si se topa la vista en el atardecer con la cúpula intensamente dorada de la Mezquita de la Roca, en el interior de la Ciudad Vieja.
Es difícil que importen 16 horas de vuelo cuando uno sabe que está a pocas cuadras del lugar donde crucificaron a Jesús, de su propia tumba, del Muro de los Lamentos, del Monte de los Olivos, del lugar desde donde Mahoma ascendió a los cielos para reunirse con Alá. Todo junto rodeado por unas murallas que lo contienen en menos de un quilómetro cuadrado.
Pero era Shabat, como me lo había recordado el apuro de los muchachos del aeropuerto, el andar urgido de los últimos rezagados que cerraban sus negocios antes de prepararse para el descanso, el recogimiento en casa o para ir a la mezquita. Lo recordaban también el cajero automático cubierto por una funda en el lobby del hotel y el muchacho del room service, que se disculpaba ante el par de bocados que le pedí porque no los pueden servir en viernes. Un taxista de la puerta del hotel calmó mi ansiedad ofreciéndome una recorrida por la zona antigua de la ciudad por un precio que en Montevideo pagaría por ir hasta Solymar (150 sheckels, unos 42 dólares). Quise entrar a la Ciudad Vieja a hacer vaya a saber qué, porque ya era de noche y estábamos en la puerta de Damasco, totalmente a oscuras. Ni él sabía que hacer. Se detuvo y le preguntó a un par de señoras mayores con mantos blancos en la cabeza. “¡Shabat Shalom!”, les dijo, y ellas con una inclinación demasiado impostada para mí le respondieron con las mismas palabras y le dijeron que no tenían idea de qué puerta estaría abierta. Parecían parte de una escena armada por el taxista. Después supe que esa ansiedad podría haberse calmado sólo con saber que por el lado cristiano (la puerta Nueva) podías entrar sin problemas en Shabat y recorrer lo que quisieras, aún de noche, que nada te va a pasar.
Pero la ansiedad también me iluminó (el Shabat dura hasta el sábado al caer el sol), por eso al llegar contraté una excursión para el día siguiente, de esas bien standard para los que no tenemos idea, a Galilea, porque que allí una cristiana convencida debe ir si está en Israel sí lo sabía.
Las 16 horas de avión se hicieron presentes casi a la medianoche, mientras miraba entregada, por un canal local, un teleteatro argentino con Romina Gaetani, Joaquín Furriel y uno de esos chilenos que se casaron con argentinas famosas (siempre confundo cuál es cuál), hablado en argentino y con leyendas en hebreo. “Entonces era verdad todo aquello de la fama de Andrea del Boca y Natalia Oreiro en la Tierra Santa”, creo que fue mi último pensamiento antes de cerrar los ojos por unas cuantas horas.