Cuatro mendrugos de pan, uno de los mejores testimonios sobre el Holocausto húngaro

07/Jun/2024

Aurora- por Ricardo Angoso

Aurora- por Ricardo Angoso

La escritora de origen húngaro Magda Hollander-Lafon nos relata, atravesando el puente de su memoria, como ella misma dice, su desgarradora experiencia en los campos de la muerte abiertos por los nazis para el exterminio de todos los judíos de Europa.

Las reacciones de los sobrevivientes del Holocausto tras salir de los campos de exterminio reflejan un amplio abanico de actitudes y posturas frente a la tragedia que habían padecido; desde la apelación al olvido, para no recordar los sufrimientos infligidos por sus verdugos, hasta aquellos que quisieron dejar testimonio para la posterioridad en nombre de los que ya no podían hablar porque habían sido asesinados por los nazis o perecido en las más lamentables circunstancias durante su cautiverio. O aquellos que, en el lecho de muerte, les pedían a los sobrevivientes que contaran al mundo lo que habían visto con propios ojos. Este es el caso concreto de Magda Hollander-Lafon y su libro Cuatro mendrugos de pan.

En este relato, escrito muchos años después de haber sobrevivido a  la pesadilla y haber rehecho una vida que estaba martirizada por la traumática experiencia del paso por los campos, explica muy bien la razón de porqué escarbó de su memoria los dolorosos recuerdos y escribió Cuatro mendrugos de pan: “La razón de que hoy día atraviese dolorida el puente de mi memoria es para hacer pervivir de aquellos y aquellas a quienes les robaron la vida y que hasta el final quisieron infundirnos valor para vivir”. Esos hombres y mujeres que le infundieron vida a Magda en esos momentos terribles merecían este libro para que sus recuerdos se proyecten para la posteridad y nosotros asumamos nuestra responsabilidad moral y ética de no olvidar todo lo que sucedió.

Así, Magda Hollander-Lafon, sobreviviente húngara de los campos de concentración, extrajo fuerzas, energías y bríos en un mundo terrible que le valieron para poder sobrellevar la angustiosa cotidianidad del horror concentracionario y después, una vez liberada, poder sobrellevar la pesada carga de haber sobrevivido, mientras que tantos otros, incluidos sus padres y su hermana, fueron asesinados. Morir es terrible, pero seguir viviendo mientras todos a tu alrededor han perecido no es una experiencia fácilmente llevadera.

LOS CUATRO MENDRUGOS DE PAN

En el campo de concentración de Auschwitz, en un gesto de inusual humanidad en un mundo dominado por la delación, el colaboracionismo inmundo y cruel de los kapos y un afán de supervivencia que estaba ajeno a todo instinto de solidaridad y misericordia con el prójimo,  una anciana en el umbral de la muerte le regaló cuatro mugrientos mendrugos de pan a la adolescente que era entonces Magda, compañera de infortunio de la desdichada anciana en esa gran ergástula construida por los nazis en el corazón de Polonia.

Ese gesto, de bondad humana en ese infierno dantesco en la tierra que era Auschwitz, le reconciliaron con la vida y le insuflaron nuevas esperanzas para ser capaz de soportar la tortura diaria del hambre, la sed, la espera a la muerte, los castigos de los torturadores, los latigazos en la madrugada y las colas para todo, pero sobre todo para poder comer esas bazofias que les daban para supuestamente alimentarse. Vivir así era una muerte en vida.

“¿Como nos convertimos en olvidados de la humanidad? ¿Como es que nadie se interesaba por nosotros salvo nuestros verdugos?”, se preguntaba Magda sin encontrar respuestas mientras estuvo en los varios campos de exterminio por los que pasó y sufrió. Ese gesto de la anciana, sin embargo, fue como conectar de nuevo con el mundo “normal”, el de los seres humanos, y no con el de las bestias con las que convive en Auschwitz. Todavía, en medio del paisaje desolador de miles de hombres, mujeres y niños convertidos en esclavos y vestidos de harapos repletos de piojos, había esperanza, quedaba algo de humanidad en esos cuatros mendrugos de pan y vida, sobre todo vida, mientras otros, alrededor de Magda, morían.

Magda procedía de una familia que era judía no practicante y había nacido en un pueblo muy pequeño llamado Záhony, en la frontera entre Eslovaquia y Hungría, y cuando se puso en marcha el Holocausto húngaro de la mano del temido teniente coronel Adolf Eichmann, su padre fue enviado a un campo de trabajos forzados. Ella, junto con su hermana y su madre, fue enviada a Auschwitz. Nada más llegar a ese lugar epicentro del espanto, fue separada de ambas y enviada a trabajos forzados por suerte para ella. Las separadas fueron enviadas a las cámaras de gas nada más llegar. Nunca más las volvería a ver, se esfumaron a través de las chimeneas de Auschwitz para siempre.

En Auschwitz, que era la escuela de la vida más brutal jamás vista, Magda conocería todo tipo de tropelías, injusticias, castigos, torturas, asesinatos indiscriminados, el escaso valor de la vida humana y la bajeza moral de sus verdugos y guardianes. La única forma de escapar de todo ello era, paradójicamente, la muerte, que te liberaba ya definitivamente de todo ese conjunto de horrores. Muchos judíos que estaban destinados a ser enviados a los campos se suicidaron antes de ser apresados, para así evitar futuros sufrimientos, o en los mismos, tal como relata Magda en su tremebundo relato.

Aparte de los daños físicos que se enfrentaba a diario, junto con los piojos, el hambre, la sed y los amargos despertares a golpes, gritos y latigazos, Magda se encontraba perdida, en un mundo que no entendía, y enfrentada a una crisis identitaria, tanto por su nacionalidad, era húngara pero apenas había conocido su propio país porque apenas contaba quince años cuando la apresaron, y su condición de judía no religiosa, algo que en aquellos tiempos no era tan bien recibido en la ortodoxa vida judía de esa Europa rural y atrasada, le alejaba también en cierta modo de los suyos.

Ese vacío interior está muy bien expresado en su obra: “He llevado con pesadez ese vacío identitario. Dividida, perdida, buscaba un lugar con avidez, un punto de apoyo, con una tímida confianza en la que yo creía libre, esa gente que sabía cómo vivir mientras yo tenía que aprenderlo todo. ¿Aprender todo? ¿Con quién?”.

Aparte de todas estas consideraciones, tan humanas como atroces, el libro hay que situarlo en el contexto de lo que fue el Holocausto húngaro, uno de los episodios de la Segunda Guerra Mundial que no por desconocido fue uno de los más trágicos. En apenas unos meses, los que van desde marzo de 1944, en que los alemanes ocupan Hungría, y febrero de 1945, en que los soviéticos entran en Budapest, más de 500.000 judíos son asesinados por los nazis y sus verdugos voluntarios húngaros. Muchos fueron fusilados a orillas del Danubio, en Budapest, después de haber sido despojados de todas sus pertenencias, muchas veces desnudos, y después arrojados a las gélidas aguas del río, incluso algunos todavía con vida. En ningún otro país el programa de la Solución Final se llevó a cabo con tanta inhumanidad, lucidez preclara de sus ejecutores en sus objetivos finales y rapidez. Termino esta breve reseña sobre este libro con unos versos de Magda Hollander-Lafon que reflejan a la perfección el estado interior de esta auténtica sobreviviente a su paso por Auschwitz:

Esperamos

En los alambres de espino

El corazón a punto de estallar

Jadeante de impaciencia

Lleno de rabia, impotencia

De odio y de angustia.